Pisamos de nuevo el resbaladizo territorio (y desmesuradamente opinable) sobre lo que es libertad de expresión y lo que es insulto. La delicada línea ha sido subrayada de nuevo con una sentencia por la que se condena a la revista Mongolia a pagar una multa de 40.000 euros por atentar contra el derecho al honor del extorero Ortega Cano. El juez no falla a favor de un correctivo proporcional contra la sátira realizada en un número de la publicación, sino más bien, dada la cuantía, parece mostrar un relevante interés por acabar con un proyecto editorial con recursos mínimos y que se declara heredero de El Papus o El Jueves. Una vez más nos encontramos ante un acto judicial que deja un regusto a censura y que en modo alguno transmite la idea de un efecto garantista para el honor y la imagen: Ortega Cano es un habitual de las revistas, unas veces por noticias buenas y otras malas, y no se muestra reacio a aparecer en las mismas hablando de sus cuitas familiares o de su situación personal. Una notoriedad que debe valorar su señoría a la hora de calibrar el delito que se le atribuye a Mongolia.

La condena a la revista esparce la idea de que la libertad de expresión (y también de información) se encuentra amenazada: humoristas, dibujantes, diseñadores, creativos, columnistas, directores de teatro, cineastas y artistas tienen sobre sus cabezas la espada de Damocles de una restricción judicial que, repetimos, podría acabar con la sátira. Y siempre todo va a depender de la constitución moral del juez de turno: en el caso que nos ocupa exige a la redacción pedirle perdón a Ortega Cano. Ahora nos encontramos en el mundo de la farándula, pero pensemos en la extensión de esta mirada limitativa al respeto del honor de los políticos o miembros del Gobierno. La portada sancionada ya recorre las redes, por lo que no me voy a entretener en describirla. No me parece, para nada, un atentado al honor.