Aparcado en segundo plano el conflicto en Cataluña, en lo que llevamos de año un grupo con capacidad de presión ha conseguido colocar sus preocupaciones en el centro del debate: se trata de los pensionistas, colectivo de casi nueve millones de votantes (bien que lo sabe, el partido en el Gobierno), que ha protestado de manera activa para hacer valer sus reivindicaciones. Las preguntas a formularse, ante sus demandas, son dos: ¿están tan mal, en relación con otros estratos sociales, tras la crisis del período 2008-2013? ¿Son asumibles sus peticiones?

Si miramos los datos, comparados con los de los países de la OCDE, la respuesta a la primera pregunta es negativa. Por ejemplo, entre los 34 países de dicha organización, tras jubilarse, España era donde más caía el riesgo de pobreza, respecto al conjunto de la población.

Otrosí: mientras los jubilados que se han retirado en España, en los últimos años, perciben más del 80% de su salario con su nueva pensión, países más ricos (como Bélgica o Alemania) apenas pagan alrededor de un 40%.

En cuanto a la segunda cuestión, la respuesta es afirmativa (por ejemplo, si se activaran mecanismos que persiguieran con eficacia el fraude fiscal), pero la mayoría de soluciones presentan costes. Para mantener cierto poder adquisitivo de las pensiones, podría optarse por subir más las cotizaciones a los trabajadores o asumir ciertas prestaciones (por ejemplo, las de viudedad) vía presupuestaria… pero todo ello implicaría mayor carga impositiva para los empleados actuales. Que, recordemos, deberían asumirla sabiendo que recibirán pensiones menos generosas que las de los nuevos jubilados. No parece que la solidaridad intergeneracional pueda forzarse hasta estos niveles, sin generar conflictos políticos.