Recuerdo una foto que me llegó hace tiempo al teléfono. En ella aparecían lápices dispuestos en fila. Uno mordisqueado, hecho trizas, seguramente pertenecía a un poeta cansado de que sus rimas infumables no se publicasen en parte alguna. Otro lápiz, desgastado, ajado, parecía ser de un funcionario que rellena formularios con la frialdad inanimada de una cadena de montaje. El tercero lucía nuevo, de mina puntiaguda y virginal, como de expositor o publicidad de contraportada. Sobre el cuarto casi se apreciaban las inquietas huellas de su dueño, alguien frenético, creativo, emprendedor. El último, ni fu ni fa, a medio camino entre susurrar poco o enmudecer. Bajo los cinco lápices aparecía una leyenda: Quien nunca hace nada siempre parece estar perfecto.

Aquellos lápices eran una adecuada muestra del comportamiento humano, un acertado resumen de las cinco actitudes ante la vida, porque los lápices, como quienes los usan, tienen su personalidad, su importancia, su legado. Existen multitud de lápices, de infinitas marcas y formas. Con borrador, sin borrador, bicolores para el estudiante, elegantes para el empresario, de grafito para el arquitecto, de madera amazónica para el coleccionista, incluso los hay arco iris para el paisajista. Todos esperando ser escogidos para dejar su huella eterna.

Con un lápiz inicias el borrador de la ley de segunda oportunidad, se decreta el valor de las pensiones, dictan las directrices para incendiar un barrio, imponen sentencias a favor de la manoseada libertad de expresión, plasmas dedicatorias carentes de imaginación, preparas bocetos de retratos callejeros, rubricas discursos buenistas y equidistantes, ordenas la ejecución hipotecaria de una pareja necesitada, diagnosticas la maldad de un tumor inoperable, firmas novelas cuyas páginas aspiran a la genialidad, tachas y acallas buenas ideas por el miedo al qué dirán, le das eco absurdo a un bulo traidor, subrayas libros de texto que pronto olvidarás, se valoran los pros y contras de una decisión importante, unes los puntos y resuelves crucigramas, organizas la lista de la compra.

Con un lápiz se da fe de esa última voluntad por cumplir, se anota una de calamares con dos cañas, inmortalizas aquel juvenil te quiero, se perfilan guiones de final feliz, narras sueños y aventuras, marcas las etapas de un viaje, apuntas aquella frase de Paulo Coelho, preñas de secretos un diario, comprometes cheques y letras de cambio, se ilustran los cómics que lee mi amigo Pedro Marín Galiano, rellenas los mensajes que flotan en una botella, rebobinas las cintas, se trazan los planos de un hogar.

Con un lápiz pediste tu primera bicicleta a los Reyes Magos, se cosen los cachopos, dibujo cada una de tus sonrisas, distingues la oreja de los carpinteros, se describen los detalles de lo ocurrido, relatas los cuentos que me cuentas, se compone la música de mi cantinela, señalas dónde colgar un cuadro, se adhiere la gente a una causa, perfilas el rojo de tus labios, se legalizan acuerdos de paz, diseñan sobre la tela el patrón de tu cuerpo, vuelves malabaristas los dedos ociosos, te rascas rincones inalcanzables, se suscriben a las revistas, censuran lo políticamente incorrecto y me indicas el norte de nuestro mapa.

Lo malo de los lápices es que son usados en contra de su voluntad, pues, al contrario que sus amos, no pueden elegir hacer el bien o pergeñar el mal. Además, últimamente he descubierto que hay canallas capaces de utilizar el mismo lápiz para dar el pésame a unos padres destrozaos de dolor por perder violentamente a sus hijos y, a renglón seguido, proponer la derogación de la prisión permanente revisable para los causantes de esa tortura imborrable.

Políticos de mierda. Esto lo firmo con mi lápiz de siempre, y para siempre.