Ayer varios preceptos morales, emocionales y sentimentales me mantuvieron prisionero durante horas. Imposible salir de aquel lugar especialmente pensado para esperar «lo que haga falta», dicen. Un lugar reservado, tanto para gente desesperanzada que no espera nada, como para gente radiante de luz y esperanza que lo espera todo. Un escenario en el que el tiempo transcurre mientras la vida y la alegría conviven alternativamente con el dolor y la muerte. Era la sala de espera de un hospital en la que los actores cambian por momentos, por días, por semanas, por meses..., un escenario de alegrías y llantos en el que guión de la obra permanece inalterable per in sæcula sæculorum. En esos lugares de tránsito, esperar es inevitable; mantenerse esperanzado o desesperanzado es opcional. Cuestión del libre albedrío y de la madurez...

Durante la primera hora le rendí pleitesía a Sócrates y, sin articular palabra enuncié aquello de «hablad para que yo os conozca» con ello aprendí quién era quién en aquel acto de la obra. Durante sesenta minutos escuché atentamente mientras mis compañeros de estancia se expresaban entre ellos. Después, en silencio, me dirigí a cada uno:

-Mal camino no va a buen lugar, amigo... -el viejo apotegma se lo dediqué a un señor desesperanzado, de pelo ausente, que insistía en convencernos de que los hospitales solo sirven para morir. Mal tino, vive Dios...

-Ser sincero no es decir todo lo que se piensa, sino no decir nunca lo contrario de lo que se piensa -esta afirmación de André Maurois se la dirigí a un señor, verboso y filatero él, desde siempre atado por el arnés de la política profesional del terruño, que, huyendo de su propio miedo, hacía uso de su obligada espera para «comprarle» su voto de 2019 al respetable. Cuando reparó en mí nos saludamos cordialmente. Después prosiguió con su perorata, pero ya solo bisbiseando para las dos personas que lo flanqueaban. Inmediatamente deduje que mi perfil no se correspondía con el de su público objetivo. Ciertamente, un alivio...

Al fondo, en el rincón más alejado, una dama lloraba sin lágrimas, y me evocó a Voltaire y a su Dictionnaire Philosophique en el que, entre mieles y perlas, nos regaló aquello de «las lágrimas son el lenguaje mudo del dolor». A ella, a la dama del rincón, y a sus invisibles lágrimas llenas de desconsuelo harto visible, le brindé este pensamiento del maestro galo. La dama era la viva imagen del inevitable dolor, que nada tiene que ver con el sufrimiento, que es mero asunto de la voluntad de nuestro cerebro. Ay, el cerebro, esa pieza maestra engañosa y chantajista que engatusa y embauca...

No sé cómo ocurrió, quizá fue el tedio y el carácter estólido del discurso de mis compañeros de sala, pero sin pensarlo ni buscarlo, de pronto, me vi meditando sobre una extravagante deducción: las salas de espera de los hospitales, entendidas en toda su dimensión, a veces dan perfectamente la talla para expresar los momentos profesionales turísticos, entendidos estos como espacios de tiempo singularizados por el devenir de los acontecimientos, que los acotan.

Imaginé una enorme ‘sala de espera turística’ a la que los implicados en la gestión turística acudíamos para conocer el pronóstico de la situación. Allí estábamos casi todos, unos con la tensión arterial disparada, en plena crisis de ansiedad, porque el pronóstico caería más del lado de la oscuridad que de la luz. Y otros con todos los neurotrasmisores turnándose por relevos para mantener estimulados nuestros cerebros con un cóctel de endorfina, oxitocina, dopamina y serotonina, porque el pronóstico nos reafirmaría como los supermen del turismo universal.

La clave de mi imaginación ayer no residía en significar dos grupos, los pesimistas y los optimistas, sino en fijar la imagen de nuestro ethos turístico: todos quedos, inertes, inmóviles, como exánimes, esperando, que algo pasara... Fue triste, especialmente porque, como era previsible, ya empiezan a sonar trompetas que anuncian que nuestro momento de negocio entra en curva descendente. Y porque volví a vernos, otra vez, como meros figurantes. Unos, desesperanzados, a expensas de la gracia divina y/o de las apariciones marianas de tantas veces, y otros exultantes porque somos inmortales y porque nuestro savoir-faire es imperecedero, como casi siempre. Pero todos quietos...

¿En qué mutatis mutandis verdadero nos hallamos que reconduzca proactivamente la inevitable curva descendente de nuestros sucesivos próximos futuros?

Susto me da...