La responsabilidad del columnista y la improrrogabilidad de los plazos de cierre de edición hacen conveniente tener alguna columna en la recámara. Así, los eventos cíclicos (la primavera, la lluvia, la Navidad, la aparición de natas en las playas de esta ciudad) permiten tener la obra ya hecha, como una quinta gama de papel y tinta, lista para servir.

Las elecciones municipales son una constante y, frente a primaveras tardías u otoños que prolongan el destierro de la sombrilla de playa al trastero, ocurren con una exactitud prusiana; de la misma manera, igual que el relámpago precede al trueno, antes de las elecciones llegan los esfuerzos para la reconstrucción de las ciudades, llevados a cabo por los esforzados alcaldes, lo que permite una columna intemporal lista para ser mandada. Pareciera que durante los tres años anteriores el ciudadano ha de vivir en un compás de espera, en un contenido estornudo hasta que lleguen las vísperas anuales de la contienda electoral, en la que, con el atracón del mal estudiante, se dice qué se va a hacer y, en ocasiones, hasta se hace lo que debió dejarse hecho día a día.

Aparecen las brigadas de limpieza manguera en mano limpiando chorreones, se asfaltan calles, se adecentan jardines, y se pegan arreones a los barrios que, durante los años anteriores han vivido en un real abandono al que volverán en cuanto se seque la tinta de las actas electorales. Puro teatro que maquilla la dejadez que ya era parte del decorado urbano y que espera a la vuelta de la esquina.

Decía Thoreau: «No hay peor olor que el que despide la bondad corrompida». Trasladado a la gobernanza de esta ciudad, podría traducirse en «alcalde, ¿se cree que somos bobos?». Mejor que no responda.