El otro día llovió toda la tarde con una intensidad extraordinaria. Las calles del barrio se encontraban vacías, incluso los coches parecían haberse refugiado del temporal en los garajes. A última hora decidí acercarme al chino a por unas cervezas. Fui corriendo, bajo la cobertura de un paraguas simbólico, con dos varillas rotas, y llegué empapado desde la cabeza hasta los pies. El chino, que estaba solo en la tienda, me ofreció un secador de mano que debía de tener mal la clavija, ya que nada más enchufarlo saltó el diferencial y nos quedamos a oscuras. El comerciante se encontraba detrás de la caja y yo junto a la nevera de los refrescos. Ninguno de los dos se movió ni dijo nada, como si agradeciéramos ese silencio y esa oscuridad que propiciaban una rara comunión entre oriente y occidente. De vez en cuando, yo escuchaba su respiración y él, supongo, la mía.

Al cabo de unos dos o tres minutos de aquella experiencia mística casi insoportable, el chino se acercó a la caja eléctrica, activó el interruptor y volvió la luz. Con ella, él regresó a su papel de chino y yo al de español. Tomé de la nevera un paquete de seis cervezas y me acerqué a la caja. Ninguno mencionó nada de lo ocurrido, como si al hablar de ello lo devaluáramos. Lo que sí hice fue devolverle el secador, cuyo cable enrolló antes de guardarlo. Mientras interactuábamos, la lluvia caía furiosa contra la acera y contra la calzada. Su ruido llegaba hasta el interior del establecimiento como una música algo monótona, de resonancias religiosas. Pensé en el gregoriano preguntándome si en China tendrían algo semejante. Le pagué con un billete de 20 euros, cuyo cambio me devolvió con una parsimonia que no era de este mundo, y me despedí con un hasta luego vulgar, con el hasta luego de todos los días, quizá para restar trascendencia al extraño suceso.

Ya en casa, mientras me pasaba una toalla por la cabeza, intenté codificar lo sucedido sin hallar el modo o las palabras para hacerlo. Luego me puse ropa seca y fui al salón con idea de ver el telediario de la noche. Pero me pareció que el que veía el telediario era el chino, pues yo me había quedado misteriosamente atrapado en su tienda, junto a la caja registradora, escuchando el ruido de la lluvia.