Este país suele dividirse en bandos en cuanto se le da la más mínima oportunidad: en los años 30, republicanos o nacionales; en la dictadura, autoritarios o demócratas; en el «procés» independentistas o constitucionalistas; y desde el viernes, defensores o detractores del juez Pablo Llarena. Con las tertulias repletas de opinadores que ni siquiera habían leído el auto de procesamiento que encarcelaba a otros cinco dirigentes de la «rebelión» llegando a 25 procesados, afloraron las emociones y Cataluña se rajó otra vez en dos mitades. Es nuestra dinámica de comportamiento. Mal vamos.

La portavoz del PSC, Eva Granados, con ese cuadro escénico de alta tensión el viernes noche -dirigentes entrando en prisión y miles de ciudadanos saliendo a las calles a protestar- tenía una cita en una tertulia de TV3, de esas habituales de «todos contra uno», y aguantó el temporal con una dignidad admirable: «No admito lecciones de democracia del exconseller Toni Comin que se fugó a Bruselas dejando a los suyos colgados y creó los problemas que estamos sufriendo todos los catalanes». Las redes ardían apoyándola. Así se forjan los grandes dirigentes, sobreviviendo en minoría. Lo sabe Albert Rivera, al que se arrinconó en el Parlament nueve años, y ahora Inés Arrimadas. La socialista Eva Granados se suma a ese club.

El interminable conflicto en Cataluña permite aflorar una nueva generación de políticos constitucionalistas. Y también otra renovación deberá producirse entre independentistas ya que el auto del magistrado del Supremo afecta a casi todo el consejo de gobierno de la Generalitat destituido y a la dirección de los grupos parlamentarios. Con una excepción: la fuerza más radical, a la que todo le parece poco, la CUP, la que liquidó a Artur Más y la que se negó con su abstención el pasado jueves a elegir a Jordi Turull. Este hombre pasó en 24 horas de las mieles de la gloria presidencial, que tenía a dos votos de distancia, a las lágrimas en la despedida a sus familiares porque entraba en la carcel a saber por cuánto tiempo. El juicio está previsto para octubre y los cargos a muchos de los procesados estremecen. No será porque no lo advirtieran los letrados del Parlament y los asesores jurídicos del Govern, ademas del Consell de Garanties Estatutaries al que no se quiso escuchar. Puigdemont hasta mostraba ufano a los periodistas las resoluciones del Tribunal Constitucional. Estaban desafiando gravemente al Estado de derecho entre risas de complicidad «con un comportamiento que a veces recordaba actitudes infantiles», como dijo en la emisora RAC 1 el exconseller Santi Vila y no se lo perdonarán nunca.

Pero distanciándose del conflicto y de los hechos, se advierte una preocupación creciente por el papel excesivamente protagonista de la judicatura en ese asunto. Se diría que la política desapareció, en buena parte porque el Gobierno Rajoy prefiere judicializarlo -como opina el expresidente Aznar- y se pide su intervención ponderada. En las últimas horas han sido Felipe González y el lehendakari Urkullu los que han pedido «evitar la permanente judicialización». González calificó la fuga de la secretaria general de Esquerra Republicana como «un acto de profunda insolidaridad con otros procesados porque acelera su penalización». En su intervención, el expresidente socialista no solo pidió recuperar «la política sin togas» sino que defendió que la aplicación del artículo 155 de la Constitución interviniendo la Generalitat de Cataluña hubiera debido producirse hace cinco años para evitar lo que ahora sucede. Nadie se atreve a decir eso. Pero hubiera bastado con que Puigdemont aquel aciago 26 de octubre hubiera convocado elecciones para que todo este proceso circulara por otra vía. Ahora tenemos un drama humano y la necesidad de recuperar la autonomía catalana despertando de la pesadilla. Cataluña ha ido hacia atrás y sus ciudadanos no lo merecen. Aunque su economía aguanta. Sin políticos visionarios. Tomen nota.