Enzarzados en el debate sobre el futuro imperfecto de las pensiones, ni el Gobierno ni la oposición se han atrevido a proponer (aún) medidas tan radicales como las que no hace mucho sugirió el ministro japonés de Finanzas Taro Aso. Hay que ir muriendo, vino a decirles a los pensionistas de su país el tal Aso, harto de que la extraordinaria longevidad de los japoneses le desequilibre las cuentas al imperio del Sol Naciente. No llegó a insinuarles la práctica del harakiri, ciertamente; pero sí los invitó a fallecer cuanto antes como último servicio a la Patria. Hay que decir, en justicia, que la propuesta la asumiría después -si bien con mejores modales- el mismísimo Fondo Monetario Internacional. Lo que el FMI y el desprejuiciado japonés dan a entender es que el problema de las pensiones deriva de que en los países desarrollados se vive bastante bien; y, por tanto, mucho. De ahí que en el Tercer Mundo ni se planteen estas enojosas cuestiones. La edad media de la población en Afganistán, por ejemplo, es de 18 años. Algo habrán influido en eso las dos sucesivas invasiones que sufrieron los afganos, en primer lugar, a manos -y fusiles- de las tropas de la Unión Soviética; y después, a las de Estados Unidos. Si a eso se le suma la carnicería autóctona de los talibanes, fácil es comprender que llegar a viejo sea una rareza en ese desventurado país. Peor lo tienen aún en Uganda, con poco más de quince años de media; y Angola o Malawi, donde el promedio de edad apenas alcanza los 16. Y algo mejor en Etiopía y Liberia, donde suman 17. Por la otra banda -la del desarrollo-, las cifras suben que da gusto. En Japón, el promedio de edad asciende a 47 años; los mismos, por cierto, que los cada vez más veteranos alemanes. Quizá por ese motivo fue Angela Merkel la primera en endurecer las condiciones de jubilación -en tiempo y dinero-, como luego han ido haciendo los demás países de Europa bajo su mando. En casi todas las naciones ricas la población no baja de los 40 años, una vez hechas las sumas y obtenidos los correspondientes promedios. Entre los pocos críos que nacen y lo mucho que tardan en dejar este mundo los pensionistas, solo para fastidiar a Taro Aso y al FMI, los censos van envejeciendo lenta pero inexorablemente. España anda por los 43 años; un poco por encima de los 42 de Dinamarca, los 41 de Francia y Suecia, o los 40 del Reino Unido. En USA, república de mucha inmigración, la media baja a 38 años. E incluso China, tras su conversión al capitalismo bajo la dirección del Partido Comunista ha alcanzado ya el muy estimable promedio de 37 tacos. Se confirman así las virtudes proféticas del expresidente catalán Jordi Pujol, quien hace quince años vislumbró «una Europa llena de vejetes que beben cerveza, cuidados por negros que, además, les pagarán las pensiones». Mejor solución parece esa que la del expeditivo ministro japonés. Por fortuna, se conoce que no le han hecho mucho caso.