Inés es mujer de voz calmadamente modulada. Andaluza de nacimiento y catalana de adopción, tiene esa mezcla con cierto aire angelical de guitarrista de catequesis y un parecido razonable con Alicia Vikander, la flamante Lara Croft. Eso, junto a una oratoria aceptable, una imagen impecable y una formación académica sin mayor notoriedad la convierten en un producto político diseñado para el agrado y la mesura. Los políticos de nuevo cuño, con sus asesores, sus escritores de discursos y sus asistentes personales, cuentan con el impagable soporte y empuje de unas campañas que blanquean su personaje y lobbies que inoculan su mensaje por doquier. El otro día escuché a Nicolás Redondo, hijo, afirmar que desde la transición no había escuchado a un político de la talla de Arrimadas, lo cual, además de ser una exageración, es mentira. Ni que fuera Luther King. Si a esto le sumamos entrevistas, reportajes fotográficos, contertulios que aluden a ella hasta la saciedad y demás puestas en escena, pues ya tiene usted un precioso producto último modelo en sus manos, embelesador y apetecible como la flauta de Hamelin.

Inés, al contrario que muchos, es una pata negra de Ciudadanos, una marca naranja formada en gran parte por retales, desechos que en su día hicieron el ridículo más espantoso por lograr sin éxito un sillón en otras formaciones y que ahora encuentran acomodo en un partido que, poco a poco, una vez lograda la notoriedad sosteniendo a socialistas en Andalucía o a populares en Madrid, debe purgarse de tanto arribista. Pero Inés no es de esas, de hecho, irrumpió en escena con medio camino andado, y por eso no tuvo que despelotarse como su jefe en un cartel electoral, porque ya no necesita llamar la atención del gran público, sino mantenerse en el ideario colectivo como la Benazir Bhutto occidental, pues no tiene rival y encarna a la perfección aquello de que en el reino de los ciegos el tuerto es el rey. Rodeada de independentistas desquiciados, bobalicones de mercadillo y bailongos de Fiebre del sábado noche no resulta difícil que sus aptitudes brillen y la eleven desde el atril a los altares.

Conste que no le quito un ápice de mérito a Inés, pero lo cierto es que aún no ha hecho nada, no ha conseguido nada. Recuerdo un año que fui democráticamente elegido delegado de clase y fui tan incómodo para el claustro que en esa facultad no recuerdan peor mosca cojonera. A los tres meses sufrí un golpe de estado por parte del profesorado que me despojó de mis atribuciones y me desterró a los bares aledaños. Así, entre lúpulos y cebadas, acabaron mis aspiraciones políticas y empezaron mis contactos con la vida real.

Pero a lo que íbamos, Inés tuvo la oportunidad de pasar a la Historia postulándose como presidenta de la Generalitat a sabiendas de perder la votación, pero debió dar el paso por responsabilidad y así poner en marcha el reloj de los plazos para ahorrarnos a todos el bochorno de Puigdemont, Sánchez y Turull. A estas alturas casi estaríamos celebrando nuevas elecciones autonómicas. Como ganadora de los últimos comicios su obligación era presentarse, celebrar debate de investidura, tomar la palabra y decir que viva España y viva Cataluña, nada más, y bajarse a su escaño para observar cómo los carroñeros se devoraban entre ellos pervirtiendo uno tras otro el espíritu parlamentario de la Cámara. Eso supondría un ejemplo de sentido de Estado, de compromiso con los votantes, de sacrificio personal, la Juana de Arco de Las Ramblas; pero no, mejor mantener y alargar la imagen inmaculada y el verbo fácil, encarnar la oposición tibia y ser la maestra de escuela que riñe al incorregible alumnado. Todo muy Mary Poppins, con su dulce reprimenda trufada de frases elocuentes y algún gesto impactante, como sacar un paraguas del bolso o un pasaporte de la manga. Sólo le faltó cantarles aquello de supercalifragilisticoespialidoso.

Inés apunta maneras, tiene todo para ser lo que nos venden que será, pero por ahora sólo veo buenas intenciones, demasiada contrición y mucho control autoimpuesto. No me recuerda a su tocaya, la que en aquella apartada orilla luchaba contra lo más íntimo y, porque más pura la luna brilla y se respira mejor, reveló por fin su verdadero ser, cayendo rendida a los irrenunciables dictados de su corazón.

Cuentan que en 1979 quisieron retirar del despacho de Tierno Galván una imagen de Cristo crucificado, y el gran político, dentro de su ateísmo, se negó a ello porque la contemplación de un buen hombre no podría dañar a nadie. Mañana es Jueves Santo y en sus horas más oscuras matan otra vez a ese hombre bueno, aquel que echó a golpes a los mercaderes del templo, que atravesó el desierto para despojarse de su imagen de divinidad, que pasó de las palabras a los hechos y dedicó su vida a transmitirnos un mensaje nuevo. Un buen ejemplo para todos, una oportunidad para que Arrimadas tome nota y nos demuestre que una cosa es predicar y otra dar trigo, que luego llega Barrabás por Alemania y a los políticos les entra la risa floja, porque ya vendrá la Justicia a solucionar lo que fueron incapaces de arreglar entre todos, Inés incluida.