Es temprano en la plaza de la Merced. Pego el oído. Dos chicas que vieron el lunes noche por primera vez al Cautivo y que no saben qué es un pitufo. Tía, qué resaca. Se sientan en la mesa de al lado. Una de ellas me da vela, así que participo en el entierro: es un pequeño bocadillo. Eso, dice el camarero. Pues yo lo quiero de jamón york y queso, dice una. Un mixto, añado yo. Eso, dice el camarero. También queremos café con leche, sugiere la otra. Ponles un mitad, le digo al camarero. El camarero dice: «Eso. Un mitad».

El camarero se va y con la proverbial diligencia del personal del establecimiento, el pedido les llega 18 minutos después. Sube las fotos ya, tía. Fuman. Me ahorro la catetez egocéntrica y malaguita de «es que aquí tenemos muchos nombres para los cafés y el nombre de pitufo es que viene de bla, bla, bla€

Más bien prefiero que sean ellas las que me introduzcan en las costumbres de su tierra, que por el acento bien podría ser una próspera provincia distante de aquí entre setecientos y novecientos kilómetros, distancia esta que hoy en día, como bien sabe el sagaz lector, se salva en apenas una hora gracias a los avances en el transporte, principalmente en la aviación. Vas hecho un siete sin sitio para las piernas, golpeándote las rodillas con el asiento de delante, sentado en una suerte de sillín en el que apenas te cabe el ciezo y con azafatos y azafatas que un día de su lejana juventud fueron amables y hoy son conminados a venderte cacahuetes, refrescos, toallitas, jamón, queso, bocadillos, altramuces, avellanas, anacardos, aceitunas o gintonics a precio de oro, de un oro como puro y no mezclado, de un oro inencontrable. Sí, vas así de puteado pero llegas. Te subes, penas, purgas, rezas, intentas leer, pasa una hora y ya estás en tu destino. Siempre que el destino esté a una hora. Siempre que el avión no se estrelle o no te toque al lado un gordo que te aplaste al sentarse o un locuaz que te haga expirar contándote su última operación. Se me está yendo la columna de las manos y también se van las chicas y he perdido la oportunidad de oír/participar más en su conversación. Al menos he metido la palabra altramuces en la columna, que era de lo que se trataba. Cada día tiene su afán. El de hoy era un afán altramucero. Un afanito.

A veces se hace una columna sólo por desalojar una palabra que está ahí, dándote la lata por salir, pugnando dentro de ti, ansiosa por verse escrita o pronunciada. Una vez me pasó con «vericueto». Como estaba de vacaciones y no tenía columna escribí una de pega, para no publicar, inédita. Pero mi organismo se dio cuenta de la trampa y pasé dos días con fiebre y un gran malestar por todos, claro, mis vericuetos corporales.

Toda la vida diciendo altamuces y resulta que se dice altramuces. Las chicas estarán hoy viendo tronos. Ese qué Cristo es, tía. Quizás mañana repitan lugar para desayunar o estén ya en su municipio de origen, luego de volar, espero que sin un verborreico al lado.