Soy de los conversos, aunque no llego a radical de la nueva religión, pero sí, al final me he rendido y también yo me divierto algunas noches con Trancas y Barrancas, estrellas por delegación de Pablo Motos en El hormiguero, esa cruz, ese ostión en toda la jeta que perseguirá al capo Paolo Vasile durante toda su vida por haber dejado escapar un formato que nació en los fogones de Mediaset y se instaló en la competencia, en manos de Atresmedia y Antena 3. Todavía se oirá el rechinar y crujir de dientes por decisión tan errónea. El hormiguero y su tropa te hacen una audiencia media que no baja de los tres millones. O dicho de otro modo, tipo Rajoy y su don de verbo, El hormiguero te hace una audiencia que puede subir de los tres millones. Qué lince, el presi. Esta gente ha conseguido lo máximo. Ha conseguido que el espectador acuda a la cita al margen del invitado, que sí, que influye, pero el invitado forma parte del complejo mecanismo de un programa que parece un reloj suizo. Se valora el formato, la dinámica, la propuesta y las medidísimas secciones que lo conforman, un puzle que asombra por su perfección. Creo que antes no entendía el programa, o lo entendía viéndolo desde una altura que tenía que ver con un sentido de la superioridad de espectador difícil de engañar, vamos, una especie de mentecato que no entendía nada. Hablaba de infantilismo premeditado, de producto que tenía que ver con una sociedad infantilizada a conciencia. Esa visión ha cambiado. El hormiguero lo veo ahora como miles, millones de espectadores lo vieron siempre, como un formato dinámico, vivo, electrizante, imaginativo, con un equipo que se lo curra y monta las piezas con obsesiva pero fresca meticulosidad para que ninguna no sólo no chirríe sino que fluya como el cauce de un arroyo limpio lleno de sorpresas. El hormiguero, desde que se lanza la cabecera y Pablo Motos y los colaboradores echan el bailecito que acaba con el beso al calvo, es una metralleta que dispara secciones a una velocidad calculadísima. No más de tres o cuatro minutos en cada una de ellas, desde la ciencia de Marron -el equipo científico del programa recibió un premio que reconocía su labor divulgativa- a los avances tecnológicos más llamativos, pero también la magia, la cámara oculta con críos, los monólogos, o los disparatados ingenios japoneses.

El abuelo Melquíades

Me fascina Yibing y su sección sobre China, su país, de la que cada semana descubre algo que aquí siempre nos llama la atención -natalidad, arquitectura de cristal, fiestas, la muerte-, una joven de sonrisa cautivadora que a la vez resulta enigmática e inquietante. Me sorprende cuando Jandro se encierra con niños y se los lleva al antiguo Egipto de cartón piedra, las puertas de las tumbas con tesoros maravillosos se cierran, y hay que frotar lámparas mágicas para que salga el genio y los libere, eso sí, haciéndole ver al nene que se ha embolsado monedas de oro que las deje porque si no la puerta no se abre, o cuando se convierten en personajes vivientes de cuadros famosos y los peques reaccionan con complicidad llamativa y una madura responsabilidad. Me emociona, y mucho, cada joyita que sale del coco de Jordi Moltó inventando historias que van como una bala al centro del corazón, un tipo que maneja con maestría lo mejor de la condición humana para transformarla en piezas televisivas de una perfección conceptual, de guión, y narrativa que te dejan, siempre, con la lagrimilla al borde del colapso. Suyo es el gran Melquiades, ese abuelo que te enseña a componer reggaetón en treinta segundos, suyo es el jovenzuelo disfrazado de anciano que llega a las pistas donde otros jóvenes hacen virguerías subidos a sus patines y cuando ven que el abuelo está hecho un atleta subido al patín terminan aplaudiendo, quizá convencidos de que sí, que las apariencias pueden engañar. Los vídeos de Jordi Moltó para El hormiguero suelen dar saltos por las redes sociales hasta convertirse en auténticos fenómenos virales que le dan al programa uno de sus sellos característicos, el de la variedad y la heterodoxia del entretenimiento.

Procesión laica

Y para los que crean que el ir y venir de cristos llagados, vírgenes lacrimógenas, últimas cenas, prendimientos entre olivos, capirotes y encapuchados, cirios, flores, y señoras y señores o muy engominados o muy encopetadas es un espectáculo caduco de la industria de la fe de una tradición anquilosada, se equivoca. El espectáculo turístico industrial que esta semana vuelve loco a Canal Sur tiende al conservadurismo -tiene cojones que una tele pública sea monotemática persiguiendo procesiones por las capitales andaluzas desde la mañana a la noche-, pero hete ahí a TVE y su afán por estar a la última, y por eso la otra noche, pasando del, según todos los indicios, no máster de Cristina Cifuentes, y engordando como un pez globo el alarde de Cristóbal Montoro de subir las pensiones como si sacara el dinero de su talega, anunció en el Telediario, como se investiga un adelanto científico, que tenía la exclusiva mundial de haber localizado al autor y ejecutor de la primera saeta cantada en vasco. ¿Qué, cómo se han quedado? Para que luego digan que La 1 no se toma en serio lo de ser una cadena al servicio del público. Pero si hasta Anne Igartiburu dedicó un puñado de minutos para informarnos con el debido rigor de lo bien que Antonio Banderas se lo pasa en Málaga viendo pasar penitentes mientras Stella del Carmen, como una boquerona más, ha de retirar de su mejilla la emoción, o cómo el costalero Fran Rivera lleva a hombros a un Cristo llamado de las tres caídas, pobre. En la procesión laica Wyoming, El intermedio, pasea por el plató a santos prestigiosos de la corrupción, evangelistas del PP como Luis Bárcenas, crápulas como El Bigotes o mártires batracios de Esperanza Aguirre, pero ninguno de los mentados ha conseguido lo que Juan Ibáñez y Damián Mollá, es decir, hacer que Trancas y Barrancas suban cada noche a la gloria de la televisión más pura, la que divierte, entretiene, y enseña.

La guinda

50 Principales

Lo que estrenó la noche del viernes Antena 3, Top 50: momentazos de humor, con la idea de recoger la audiencia de Tu cara me suena, es una castaña. Es un 40 principales del chiste, el gag y la humorada, una especie de recopilación de lo más gracioso que se ha visto en la tele. Vamos, una antigualla. Y por si no hubiera bastante, hasta Cristina Pedroche, su presentadora, iba vestida, quiero decir, sin transparencias. Fracaso.