El hombre es un puercoespín para el hombre, lo que obliga a buscar la distancia justa para satisfacer la necesidad del arropamiento del grupo sin que nos alcancen las púas de los demás.

La metáfora del erizo, con la que ilustra las tensiones que marcan la relación entre el individuo y su entorno, es quizá una de las figuras más conocidas del pensamiento de Arthur Schopenhauer (1788-1860) y un destilado de su propia experiencia vital. Schopenhauer recurrió a esa imagen en sus Parerga y paralipómena (1851), un conjunto de tratados de filosofía al alcance de casi todos entre los que destacan los Aforismos sobre la sabiduría de la vida.

A mediados del XIX estas máximas se convirtieron en un texto de cabecera de la burguesía letrada y proporcionaron a su autor, en la recta final de su vida, una popularidad que hasta entonces le negaban sus contemporáneos, cuya falta de reconocimiento a su obra mayor, El mundo como voluntad y representación (1819), los hizo acreedores de todos sus desprecios. Esos aforismos tienen una versión primera que, dispersa entre los muchos escritos del autor, tardó en tomar forma de libro, en el que sustancia en cincuenta reglas el arte de ser feliz. Ese será el título con el que se presenten un conjunto de máximas de otros pensadores y las reflexiones personales en un formato que toma como modelo el Oráculo manual y arte de la prudencia de Baltasar Gracián, que Schopenhauer tradujo al alemán aunque nunca llegaría a verlo editado.

Es un fragmento de su «filosofía para el mundo», construida a partir de tres dimensiones: lo que uno es, lo que uno tiene y lo que uno representa. «Todos los consejos presuponen a la sociedad como conjunto de enemistades latentes, de malevolencia mutua», resume Rüdiger Safranski, autor de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, la mejor biografía de quien tuvo el arrojo de desafiar el idealismo hegeliano, en su momento de mayor dominio social y académico, con un pensamiento corpóreo, anclado en lo individual. En contra del retrato más común, Safranski inviste al autor de El arte de ser feliz de «un pesimismo a medias, que penetra en todas las actitudes, pero del que no se sacan las consecuencias radicales de la negación».

La trayectoria de Schopenhauer está marcada por su empeño en medirse con Hegel, en el que siempre salió derrotado y que lo llenó de amargura contra sus embrutecidos contemporáneos. Mantuvo frente a ellos una sólida confianza en sí mismo y una actitud desafiante. «El que ama la verdad y conoce la alegría que proporciona no necesita que le den ánimos», escribió. Schopenhauer es de los primeros en socavar la razón hegeliana, que es, en el fondo, la razón de la modernidad que arranca en la Revolución Francesa. Estamos, en definición de Safranski, ante "el filósofo del dolor de la secularización, del desamparo metafísico, de la pérdida de toda confianza primigenia".

Esa contraposición del pensar de Hegel y Schopenhauer tiene un correlato en la forma de escribir. Frente a la densa oscuridad hegeliana, resultado de la pretensión de cubrir la filosofía con el manto de la cientificidad, Schopenhauer puede considerarse el mejor estilista del siglo XIX, de nuevo Safranski, y «el lenguaje tiene para él la mágica misión de establecer orden donde no lo hay». Ahí reside una de las explicaciones de la popularización de sus tratados. Ante una nueva edición de El arte de ser feliz cabe preguntarse si con la sobreexplotación del género necesitamos un libro de autoayuda decimonónico. Lo primero que cabe responder es que no se trata de eso. Schopenhauer no ofrece consuelo al lector y ni lo pone al amparo de certidumbres, lo coloca a la deriva de una reflexión cuyo resultado depende, en última instancia, de sí mismo.

Las ilustraciones de Elena Ferrándiz, centradas en el cuerpo, la naturaleza, la palabra, dominadas por la claridad y la melancolía, captan el tono del libro e imprimen a esta nueva edición la cualidad de esos breviarios antiguos pensados para aprovechar tiempos que, de otra manera, serían muertos.