Dario Edoardo Viganò tiene una gran pasión: el cine. Este clérigo carioca, hasta hace escasos días el máximo responsable de la comunicación del Vaticano, es un reconocido investigador de las relaciones entre cine y religión. Acaso por esta trayectoria, hay en su caída, por difundir una carta de Benedicto XVI omitiendo unos pasajes críticos, algo inexplicable: su decisión de acudir a una burda manipulación, a una torpe censura, para sacar partido a una carta privada del papa emérito, tiene extraños paralelismos con Las sandalias del pescador, aquella novela de Morris West adaptada a la gran pantalla por Michael Anderson. Su sacrificio público ha frenado el escándalo, el llamado Lettergate, pero como en las buenas películas de suspense, tras esta controversia en apariencia menor, emerge la sombra de la mayor confrontación teológica que ha afrontado la Iglesia católica en el último siglo.

El origen de esta disputa se sitúa, curiosamente, en ese mismo año de 1968 en el que se estrenó el filme. En plena resaca del mayo francés, Pablo VI publicó la encíclica Humanae Vitae, en la que el ratificaba el rechazo de la Iglesia a los anticonceptivos artificiales, aunque declaraba lícitos los métodos naturales (lo que viene siendo la planificación de toda la vida) para que los matrimonios puedan mantener relaciones sexuales y espaciar los embarazos. La encíclica generó un fuerte rechazo entre los teólogos más progresistas de la Iglesia, que consideraban que la institución no debía entrar en cuestiones que corresponden a la conciencia individual de las personas.

Entre los defensores de la encíclica estaba un joven obispo de Cracovia, Karol Wojtyla, que con los años llegaría a la Cátedra de San Pedro con el nombre de Juan Pablo II. Durante su papado, la controversia reverdeció y, en enero de 1989, 163 teólogos centroeuropeos firmaron la Declaración de Colonia, que criticaba la deriva conservadora, particularmente en cuestiones de moral matrimonial.

La defensa del Vaticano la encabezó Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Frente a él, los teólogos disidentes se organizaron bajo el paraguas de la recién creada Asociación Europea de Teólogos Católicos, cuyo primer presidente fue Peter Hünermann. La controversia supuso una división dentro de la Iglesia católica, que perdura aún hoy, entre los teólogos más conservadores y otros que apuestan por una expresión más abierta de la fe y por una modernización de la institución que incluya una mirada actualizada sobre la sexualidad. Incluyendo el fin del celibato.

Esta lucha se ha mantenido latente en las tres últimas décadas. En su pontificado bajo el nombre de Benedicto XVI, el alemán Ratzinger mantuvo el statu quo favorable al ala conservadora. Pero la llegada de Francisco a la Cátedra de San Pedro cambió el equilibrio de poderes y, por primera vez en décadas, se percibió la oportunidad de una modernización en las estructuras y las doctrinas de la Iglesia.

La edición de La teología del papa Francisco, una serie de once volúmenes, ha sido un nuevo episodio de esta guerra secreta. Viganò solicitó al Papa emérito un pequeño prólogo para la colección, petición que Benedicto XVI rechazó con una contundente carta en la que dejaba claro su malestar por el hecho de que uno de los libros estuviese escrito, precisamente, por Peter Hünermann, jesuita al igual que el actual pontífice. Pero Viganò quiso aprovechar un fragmento de la carta, en la que Ratzinger alaba la formación teológica de Bergoglio y reivindica la «continuidad interior entre los dos papados», omitiendo su crítica final. El objetivo no era otro que contener a las facciones más conservadoras de la Iglesia al hacer notar la buena relación entre el Papa argentino y su predecesor. La carta completa, por supuesto, se acabó filtrando, y Viganò tuvo que sacrificarse para evitar un mal mayor.

Francisco es lo más parecido que ha dado la curia romana a aquel Cirilo I imaginado en Las sandalias del pescador. Ese Papa ucraniano también sentía simpatía por un teólogo progresista, el padre Telemond. Pero, ante la presión, precisamente, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, no duda en censurar sus obras. El papa Francisco ha recuperado para la causa a Hünermann, aunque Viganò decidió censurar a Ratzinger para salvar la cara de la operación. Desde su pasión cinéfila, probablemente aprecie la ironía.