Somos un país que gusta de la calle. Para festejar algo, para protestar contra algo, para mantener tradiciones muchas veces absurdas, y peligrosas, o para simplemente para salir de casa a tomar el aire sin rumbo conocido. «Me voy a la calle» solemos decir antes de tomar el portante. «Ir a la calle» decimos cuando queremos aludir a un despido; «llevar de calle» para presumir de suficiencia en cualquier actividad; «acabar en la calle» cuando acecha la miseria sin cobijo; «echarse a la calle» para alentar la rebelión; «hay que escuchar a la calle» recomiendan a los políticos que viven encerrados en su torre de cristal y ajenos a los intereses del pueblo. Gozar del favor de ese espacio tan amplio como inconcreto (o presumir de ello) es fundamental para mantener el poder, que es la ocupación principal de la política. «La calle es mía» dicen que dijo Fraga Iribarne, ministro del Interior a la sazón, cuando las protestas de Vitoria (marzo de 1976) terminaron con la muerte de cinco manifestantes por disparos de la policía. Y ´kale borroka´ (lucha en la calle) llamaron juveniles simpatizantes de ETA a los actos de violencia callejera sin resultado de muerte, un fenómeno que algunos medios denominaron ´terrorismo de baja intensidad´. «La política se debe hacer en las instituciones y no en la calle» acabo de leer en un periódico seguramente partidario de dejar que las elites elegidas cada cuatro años lleven el rumbo de los acontecimientos sin molestas interferencias. Pero la calle, aparte de usos o abusos políticos, también es escenario imprescindible de espectáculos festivos, deportivos o religiosos. Unos acontecimientos que por la abrumadora concurrencia de participantes y espectadores secuestran el espacio urbano de las ciudades donde se celebran durante una o varias jornadas. Como, por ejemplo, sucede todos los años con la Semana Santa en prácticamente toda España, y con San Fermín en Pamplona durante la primera quincena de julio. En el primer caso, a paso lento (12 horas tarda la Virgen de la Macarena en recorrer 10.455 metros por las calles de la hermosa Sevilla). Y en el segundo a todo lo que dan las piernas desde que a las 8 de la mañana salen los toros bravos de los corrales para recorrer en poco más de dos minutos los 875 metros que distan de la plaza. Hace años, tuve ocasión de presenciar ambos festejos y no podría decir cual de los dos me impresionó más por su aparatosa enormidad. El de Sevilla lo vi un rato desde las proximidades de la calle Sierpes intentando no perderme de la compañía de unos amigos en medio de la marejada humana. Y el segundo, desde un balcón de la calle de la Estafeta. No volví. Visto una vez visto para siempre. Sé, por Elías Canetti, que «la masa ama la densidad» pero a mí me horroriza.