Al principio no fue el verbo, como dice San Juan en el versículo con el que abre su Evangelio. Para mí el principio siempre será el adjetivo, que sirve para definir, y esa es la honda labor del poeta.

Pero palabras, al fin y al cabo. Yo, antes de tener conciencia de mí mismo, la tuve ya de las palabras, que resonaban en mi paladar con una dulzura sideral. Yo fui un niño que acunaba palabras, que las convertía en tesoros y las acurrucaba sobre el papel. Lo sigo haciendo, casi no he hecho otra cosa en mi vida. Son peculiares, las palabras. Andan por ahí, en nuestra memoria, en nuestra zona del lenguaje, que diría un ferviente seguidor de Chomsky, y en cada uno de nosotros se alían entre sí de distinta manera y por distintas causas y motivos. Hablar y, sobre todo, escribir, al fin y al cabo, es ir juntando palabras con un cierto orden, pero sujeto siempre a la arbitrariedad intangible de sus propios afectos. En mi palabrario, si se puede llamar así al diccionario interno que cada uno portamos (lexicón mental le dicen los filólogos), hay palabras que son muy amigas y siempre quieren estar juntas, y anda uno preocupado todo el día para evitar que constantemente anden repitiéndose. Me gustan mucho las palabras luz, y azul, y tiempo, y melancolía, y he comprobado que entre ellas también se gustan y a poco que me descuido se ponen las unas al lado de las otras y todo lo que escribo se me llena de luz, y de azul, y de tiempo, y de melancolía, y de ciudades y de violetas.

Pero, a pesar de mi amor incondicional a las palabras, he de reconocer que algunas son muy feas. ´Máster´ es una palabra horrible, un anglicismo absurdo que no necesitábamos (estoy seguro de que Cristina Cifuentes estará de acuerdo) y que, además, llegó al inglés desde nuestra lengua madre, del latín ´magister´ (en español ´maestro´), y para ese viaje no necesitábamos alforjas, porque era algo que la lengua inglesa nos debía y lo hemos convertido estúpidamente en algo que le debemos. ´Máster´ es un absurdo, y en estos días estamos conociendo, sin dudas ya, cuál es su alto precio y cuál es su ínfimo valor.

También son feas las palabras ´suegra´ y ´nuera´. Corominas, que fue un gran etimologista español, remite ´nuera´ a ´nuestro´, y alude al no tan lejano parentesco que ´suegra´ tiene con ´suela´. Así, y como las palabras, además de más feas o más hermosas, nunca son inocentes, vemos que todo encaja, que todo tiene su honda raíz y su semilla, y que por eso precisamente se acaba recogiendo, siempre, lo que se ha sembrado.