Pocas semanas como la pasada para retratar mejor, en todos los frentes, una época decadente de la política española, que incluye la catalana. En el agotador procés, en el propio Gobierno de Rajoy, en la Comunidad de Madrid por el enigmático master de su presidenta Cristina Cifuentes, en la misma oposición y hasta en la Casa Real, el cúmulo de despropósitos ha superado estos días pasados la media habitual, que ya es alta. Debería programarse un master, ese sí, sobre cómo hacer rematadamente mal las cosas en política. Asombraríamos al mundo.

El conflicto judicial del procés ha tenido una nueva entrega, pero nada desgraciadamente que anuncie su final, ni siquiera el de esta temporada. Al contrario, vamos para atrás: Torrent vuelve ahora a proponer a Sánchez como presidente. Sale Puigdemont de la cárcel y los independentistas que insultaban a Alemania por nazi la cubren de flores. Hasta el próximo capítulo. Entretanto, sube la temperatura en Cataluña, se denigra la marca Barcelona con eficaz ayuda de su Ayuntamiento, y algún día, las amenazas crecientes y los altercados violentos nos traerán un disgusto mayor.

Mientras, el Gobierno de juristas con aversión a la política que padecemos -registrador de la propiedad en la presidencia, abogadas del Estado en vicepresidencia y Defensa, jueces en Interior y Guardia Civil, etc- sigue refugiado en las leyes escudándose tras los magistrados y sin iniciativa alguna. Hasta Aznar ha tenido que salir a criticar que en cinco años no se haya impulsado una reforma de algo.

Y la oposición por el estilo: el PSOE no apoyó a Guindos para el Banco Central Europeo porque quería ahí a una mujer, pero le negó el apoyo a su eurodiputada Elena Valenciano para un ascenso importante, a pesar de ser mujer. Podemos veta a su diputada Carolina Bescansa para participar en un documental sobre «Los símbolos de España» y envía en su lugar a Monedero que no forma parte oficialmente de su dirección. Y Ciudadanos va y viene sin que se sepa bien si lo que quiere es «alargar la agonía del PP en beneficio propio», como insinúa el diputado socialista Ignacio Urquizu.

Y hay que sumar las rivalidades internas cainitas que ya ni se disimulan: Soraya y Cospedal no se saludan en público -¡cómo será en privado!-; Sánchez y Susana Díaz que hablan lo justo; Iglesias y Errejón, como el hielo, y así sucesivamente en cualquier pareja de confrontación tanto da que sean republicanos -Puigdemont y Junqueras a los que sólo une el juez Llarena- o monárquicas (doña Sofía y doña Letizia en un tenso partido de imagen arbitrado por un fotógrafo de Efe).

Y el país, mientras, de patas arriba. Tenía razón Otto Von Bismarck al asegurar que «España es una gran potencia, muy resistente, porque los españoles llevan siglos tratando de destruirla y no lo consiguen». El hartazgo de la ciudadanía es comprensible. Presupuestos Generales embarrancados, leyes inaplazables como la del Cambio Climático en el limbo, reformas congeladas por falta de quórum y sensación de legislatura perdida que sigue a otra de seis meses donde el único gobierno posible -Sánchez y Rivera- se encargó de impedirlo Pablo Iglesias a mayor gloria de Rajoy.

La mirada en estas circunstancias se dirige a las elecciones, aunque no toquen aún. ¿Votaciones repetidas en Cataluña? ¿Adelantadas en España, además de las andaluzas? Algo se moverá, aunque quizás no lo suficiente. Las encuestas lo advierten pero la calle más. Inés Arrimadas, que podría ser elegida hoy diputada en cualquier provincia, pasó la Semana Santa en su Jerez natal y quedó agotada de los que se acercaban a decirle que antes votaban PSOE, o PP, y piensan votar Ciudadanos. Será siempre que Ciudadanos no lo estropee, porque su candidato andaluz, Juan Marín, se descuelga a veces con metidas de pata colosales. Para frenar eso, el PP se ha reunido en Sevilla en lo que debía ser una feria pero que Rubén Amón ha percibido como un tanatorio. Y es que Puigdemont y la Cifuentes han tapado a Rajoy, como Letizia al fotógrafo. Todo un despropósito.