A finales de marzo, tuve oportunidad de lucir un lazo amarillo en la solapa. Sí, como lo oyen, un lazo amarillo. De esos pequeñitos que se cruzan a modo solidario con un alfiler y que, dependiendo de la temática que defiendan, van alternando su color. Por ejemplo, como ustedes ya sabrán, el lazo rojo abandera la lucha contra el VIH, mientras que el negro simbolizó el luto y la repulsa popular frente a los atentados del 11 de marzo. O sirva también de muestra el lazo rosa, que es imagen clara y notoria de la pugna contra el cáncer de mama. Desde que tengo uso de razón, los lazos han representado el icono de apoyo público a multitud de causas, ya sean médicas, sociales o políticas. En este caso, el mío era amarillo. La decisión de engalanarme con él no fue fruto de un impulso ideológico tomado en solitario. No fue un arrebato individual. Es más, consentí que me colocaran ese lazo amarillo mientras participaba en una concentración pública que se celebró en una de las plazas de nuestra ciudad, la de la Merced. Y el caso es que, con la que ha caído y la que sigue cayendo, jamás imaginé que, de motu propio, yo fuera a llevar un lazo amarillo en el ojal. Pero claro, cuando te lo explican desde dentro la cosa cambia. Por mi parte, les reconozco que los convocantes me convencieron. Y no sólo a mí, sino también a mi mujer que, al igual que yo, daba presencia y apoyo a los motivos de aquel encuentro sostenido por un gran número de ciudadanos. Los dos nos hicimos la foto, los dos con nuestro lazo amarillo, los dos la colgamos en redes sociales. Para que se sepa, para que ese lazo amarillo siga expandiéndose como la luz de las almenaras de Gondor y multiplique exponencialmente el número de afines. Una bandera cuyo impulso social se ha hecho más que patente a través de marchas, concentraciones y recogidas de firmas. Pretensiones que se han trasladado a los parlamentos y foros políticos para hacer ver que no podemos hacer oídos sordos a la causa y que, además, el colectivo que la impulsa precisa de todo el apoyo social e institucional que se le pueda dar. Llegados a este punto, quizá sea preciso aclarar, para algunos lectores en los que pueda estar germinando temerosamente la semilla de la duda, que quien suscribe la presente no se ha convertido en un agente separatista ni da su apoyo a las pintorescas maniobras de Puigdemont y de su corte. Su lazo amarillo no es mi lazo. Alejen de mí toda sombra de sospecha. Bajo el amparo de la ADAEC (asociación de afectadas por la endometriosis), la llamada ENDOMARCH concentró en la Plaza de la Merced, como les decía al principio, a un gran número de asistentes. El motivo no era otro que, bajo el lema Ya no somos invisibles, dar luz a una enfermedad que comienza a salir de los umbrales de la sombra. La endometriosis (presencia de tejido del endometrio fuera de su localización normal) es una dolencia que afecta a una de cada diez mujeres y que ya ha traspasado las fronteras de las patologías indiagnosticables gracias a los avances que se han propiciado, entre otras cosas, por la fuerza e impulso de las asociaciones. Hablamos de una patología muy dolorosa, un estigma que te obliga, sí o sí, a aguantar. Y nunca sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte es la única opción. La EDAEC no tiene más pretensión que informar y sensibilizar sobre la endometriosis a la población y al personal socio-sanitario, así como ofrecer atención integral a las pacientes y confeccionarse como grupo de presión frente a las administraciones públicas al objeto de exigir los recursos necesarios para la prevención, detección precoz y tratamiento de la misma. El Hospital Carlos Haya cuenta, desde hace cinco años, con una unidad para atender a las pacientes de endometriosis que, a cargo de su coordinadora, la doctora Emilia Villegas, posibilita intervenciones mínimamente invasivas con ayuda de la cirugía robótica. Son, en definitiva, los profesionales y la población quienes, de la mano, aportan grandeza, horizontes y sentido a esta lucha. Son ellos quienes pintan o colorean de amarillo los lazos.