Uno de los placeres de la vida es sentarse a media mañana en la terraza de una cafetería malagueña, pedirse un café bien cargado, un pitufo mixto y leer la prensa mientras la suave brisa del Mediterráneo te golpea la cara y el sol se filtra por las milimétricas rejillas del toldo. En esas estaba el otro día mientras escuché a dos chicas jóvenes hablando del chico que le gustaba a una de ellas. La una consolaba a la otra ante el aparente caso omiso que el afortunado hacía de su pretendienta. Al lado, justo en la mesa de mi derecha, dos señoras ya de avanzada edad comentaban los achaques de la edad y, pese a todo, hacían planes para ir a comer el siguiente fin de semana con el resto de amigas. En medio estaba yo, que miraba a un tipo con mala cara que parecía debatir con su abogado cuál era la mejor opción ante la petición de un fiscal cabreado (el bar está junto a la Ciudad de la Justicia). Esto, me dije, es como las edades del hombre, o de la mujer, mejor dicho, pero en versión malaguita. Una niña le decía a otra: «Venga, Marta, seguro que te hace caso cuando lo vuelvas a ver»; y una anciana le aconsejaba a su comadre que lo mejor para las varices era andar por la playa y que si a su marido le molestaba que saliera, que le fueran dando, o algo así. Entre mis manos, un periódico me mostraba la peripecia alemana de Puigdemont y el circo que se ha formado para nombrar a un president que gobierne Cataluña desde la soledad de su celda y un móvil apañao por un amigo recluso. En un faldón, Pedro Sánchez hablaba de tumbar los presupuestos y en una columna, alguno del PP, de esos que presentan los presupuestos generales con un cinturón de Louis Vuitton -Gonzalo León dixit-, trataba de convencer a quien quisiera leerlo de que es la formación que más se preocupa por los pensionistas. En las páginas de Deportes, hasta cuatro expertos analizaban si la chilena de Ronaldo para marcar ante el Bayern era la mejor de la historia y yo, mientras, comparaba eso de si la opinión pública se parece a la opinión publicada o, por el contrario, no tienen nada que ver. Junto a mí, un tipo sacó el tema de cómo se había comportado la Reina Letizia con Sofía, con lo que vale la segunda, vilipendiada por su marido en público gracias a su comportamiento marital y el que tenía cara de delincuente me miraba fijamente mientras su abogado, que iba encorbatado, le decía que se tranquilizase. Yo pedí al Señor que lo hiciera mirando para otro lado, no fuera que para calmarse lo mejor fuera una terapia a golpes con el tipo gordito e indiscreto que, justo ante él, devoraba un pitufo mixto que su imaginación había convertido en baguette. Las dos adolescentes que hablaban del chiquillo ese que pasaba de una de ellas ahora reían viendo algún mensaje en el móvil y las señoras mayores, con toda la elegancia que tiene una mujer a esa edad después de haber visto y pasado tanto salvo que su apellido repita el nombre de una gran avenida de esta ciudad, pedían otro café, que aún era pronto para irse. El camarero bromeaba en la esquina con varios funcionarios que parecían haber salido a desayunar y la máquina de café y el rumor de conversaciones entrelazadas iba ascendiendo hasta conformar la bóveda de lo cotidiano. Que Puigdemont siga en Alemania, mientras la vida se sigue agitando justo aquí, a mi alrededor.