Mi amigacho Galder bromea con un plan maestro: fotografiar a sus hijos con la camiseta de todos los equipos de fútbol del mundo y así, si un día fichan por alguno, podrán sacar la foto y decir que eran de ese equipo desde pequeñitos. Con eso ya venderíamos un lote de reportajes maravillosos. Sobre todo si ganan algo.

Sergio García ganó el año pasado el Masters de Augusta, pero por un momento pensé que el mérito era de cualquiera menos suyo. Brotaron decenas de historias explicativas del éxito, que siempre tiene un montón de padrinos. La nota inspiradora que le envió Olazabal en la previa, los emocionantes mensajes de apoyo que su pareja pidió a los amigos, la fuerza positiva que transmitió Ballesteros desde el cielo. Los sabios consejos de su discreto y eficiente caddie. No sé qué jugador legendario que se lo encontró unas semanas antes en otro torneo y apreció un brillo especial en su mirada: el brillo mágico de la victoria. El prestigio deportivo de su nueva familia política, que ejerció de acicate competitivo, como la irrupción del joven y ambicioso Rahm, lo mismo. Su suegro, que mató una serpiente en la previa y evitó un fatal accidente. Leí tanto y tan bonito que no cabía otra conclusión: había que ser burro para no ganar el Masters con tanta ayuda. Así cualquiera, Sergio. Había que ganarlo porque no había más remedio. Había que dejarse llevar porque el Masters de Augusta se ganaba solo.

Pero ha pasado un año y Sergio García, el jueves, firmó el peor hoyo de la historia de Augusta. Tiró cinco bolas al agua. El viernes no pasó el corte. Como cabía esperar, este año no hay historias redondas de ese tipo: ni mensajes manuscritos ni notas poéticas en la taquilla ni poderes esotéricos ni premoniciones certeras ni brillos mágicos en la mirada. Los padrinos son alérgicos al fracaso. Este año manda la prosa. Este año Sergio es el único responsable.

Sergio García tiene un Masters y ese ya no se lo quitan. Hay muy pocas victorias que sean como esa para toda la vida. Debe facilitar la rutina, hacerla más llevadera. Igual va Sergio al McAuto y hay un montón de cola, igual pide la cena en Just Eat y tardan más de una hora en llevársela a casa, igual llega Navidad y solo le regalan pijamas y calcetines, igual pasa todo eso pero siempre puede pensar que no importa, que no pasa nada, que ya tiene un Masters de Augusta.

Al deportista profesional, sometido a un estruje mental superlativo, se le exige un equilibrio casi imposible entre el ego y la confianza. El exceso de ego devora los mejores cerebros, pero la falta de confianza tritura los talentos más resplandecientes. A veces la victoria es la única diferencia entre la vanidad y la grandeza. Ibrahimovic, que bien podría haber dominado una época del fútbol en Europa, se marchó a Estados Unidos sin ganar la gran Copa. Le vi celebrar como un poseso, como si importara, como si fuera la final de la Champions, los goles de su debut en la MLS, y sentí un poco de pena, como al encontrarte al macarra generacional de la placeta, antaño atracador reincidente de chavales, convertido después en una persona amable, que piensas que no, que hay que ser consecuente, que debía haber progresado en lo suyo y dar el salto al crimen organizado. Ibrahimovic se me transformó de repente: rompió el traje de semidiós para desnudarse en humano raso, musculado pero raso. La gestualidad grandilocuente bordeaba lo ridículo, y solo lo bordeaba porque la maniobra demuestra que Ibra, el malote, también tiene su corazoncito.

Para compensarlo, debería Westbrook dejar la NBA e ir a una liga escandinava de baloncesto, ganar el partido de debut con una canasta sobre la bocina y celebrarlo como si de un anillo se tratara.