Los que desarrollamos la lacerante costumbre de traducir los euros a pesetas caemos cada mañana en la cuenta lo que se han encarecido en pocos años el pescado y la carne, la luz y la gasolina, las frutas y las verduras. Si hasta la pechuga de pollo de corral cotiza lo que antaño el solomillo...

Vas al mercado y descubres que de un día para otro lo que antes daba para llenar la cesta de la compra ahora no alcanza ni a un cuarto. Y además cuarto menguante, con la harina opositando a oro blanco. La bolsa del condumio se ha convertido en un sumidero de euros, de tal manera que si un gachó te encañona en la calle y te requiere la bolsa o la vida, te da la risa y le das la bolsa, que ya pesa menos que la opinión de Rajoy en Europa. Hace unos meses ibas al tendero y le pedías que te reservara cuarto y mitad de lacón: ahora te cuesta lo mismo mitad de cuarto de chopped. Y el pescadero que antes te envolvía una lubina en papel de estraza y ahora te ofrece un chicharro envuelto en el periódico. Por la página de sucesos, para más inri. Y a ti se te queda cara de besugo o palometa a la vista de semejante pancho. Y te vienen a la memoria recuerdos viejos, cuando el papel de prensa servía, como mucho, para forrar cajones o envolver el bocadillo de sardinas con lamparones de aceite que a media mañana del verano le acercabas a tu padre a la fábrica en bicicleta.

Cuando yo era niño, mi abuela enterró a su canario, que murió de viejo, en el patio, junto a un manzano, con El Caso, que era el New York Times de la España tardofranquista, por mortaja. No cabe duda de que incluso en tiempos de crisis la prensa escrita tiene futuro. Cuando el mundo va más de culo sirve hasta de papel higiénico.