El jueves se cumplió el segundo aniversario de la destitución de José Manuel Soria, ministro muy amado por Mariano Rajoy, a cuenta de su milagrosa aparición en los papeles de Panamá. Apenas unos días de versiones contradictorias fueron suficientes para descabezar al político canario. Montoro acuñó el inmisericorde «nadie que haya operado en paraísos fiscales puede estar en el Gobierno». Se pretende demostrar que el entonces titular de Industria no hubiera sido apartado hoy del cargo.

Los días de agonía de Soria han engordado a semanas en el caso de Cristina Cifuentes, protagonista de un escándalo cien veces más irrefutable. Quien no lo crea, que intente explicar las maniobras y enmascaramientos llevados a cabo por ambos políticos populares, un máster falso no requiere de mayor prosopopeya. La inflación de los plazos de tramitación de la salida no es baladí. Los tiempos crecientes invertidos en la destitución del ministro y de la presidenta de Madrid reflejan el agravamiento de las expectativas electorales del PP, al mismo tiempo que enfatizan su compromiso creciente con la defensa de la corrupción.

No se ha asistido a una defensa colegiada de Cifuentes, sino al aplauso a conductas estremecedoras en un país que no se estuviera habituando a las comparaciones con Polonia, Hungría o Turquía. La nueva estampa de familiaridad risueña con la corrupción viene magistralmente reflejada en la sucinta intervención de Juan Martínez Majo, presidente del PP leonés. «Vale, no tiene un máster, ¿cuál es el problema?» La presidenta del Madrid es el problema, al incluir en su currículum el título que «no tiene», y que muy difícilmente le hubiera sido regalado de no mediar su rango de alto cargo popular.

Tal vez el problema sea que otras personas han de aprobar exámenes para obtener un título, pero el PP se desvinculó tiempo atrás de la ciudadanía, véanse de nuevo los sondeos. «No hay pruebas ni las habrá», sentenció Felipe González en la entrevista canónica con Iñaki Gabilondo sobre el terrorismo de Estado sintetizado en los Gal. Un cuarto de siglo después, el perfeccionamiento de este criterio ha conducido al axioma de Rajoy, «no importa si hay pruebas, ni habrá consecuencias». Los papeles de Bárcenas, más nítidos y repulsivos que los de Panamá, ofrecen el mejor ejemplo al respecto.

Sería injusto no valorar las aportaciones efectuadas por Cifuentes, a la acendrada tradición de los políticos pillados infraganti. Hasta la fecha, se venían guiando por las enseñanzas de Lenny Bruce, el gigantesco cómico norteamericano que insistía en el «niégalo» como consejo único para el marido sorprendido en pleno adulterio. Es decir, atrapado en la corrupción de su papel conyugal. Con independencia de las pruebas o de la claridad de la escena, el humorista no variaba su consejo. «Niégalo».

Desde un enfoque teatral, Cifuentes ha mejorado la negación ortodoxa propia de sus colegas antaño destituidos, al incorporar un distanciamiento brechtiano del máster que nunca existió. Ha evolucionado desde el primitivo desmentido hacia la fabulación novelesca de escenas que no ocurrieron. Su inventiva empequeñece al sobrevalorado dramaturgo Juan Mayorga, elevado ahora a la Real Academia.

Para coronar las cimas de la fantasía, Cifuentes ha necesitado de un público a su altura, al que congregó el miércoles de la pasada semana en la Asamblea madrileña. Consciente de la falsedad de su montaje, se blindó en su primera intervención parlamentaria en una soberbia que en ella no precisa de impostura. Al constatar la debilidad carismática de Ángel Gabilondo, la política popular comprendió que podía imaginar a sus anchas, y abandonó la documentación sin valor alguno para crearse un personaje.

En el turno de réplica, Cifuentes ya presumió de que no había necesitado ir a clase, solo faltaría. Envalentonada, también alardeó de que había soslayado los exámenes con extraños servicios paralelos. Sintiéndose ganadora en la cámara, asaltó a los periodistas de la rueda de prensa posterior con una narración novelesca, sobre la defensa inexistente de su trabajo de fin de máster. Las tres «personas» que la examinaron concienzudamente y a las que se sigue buscando, los trece minutos de magistral exposición a la que nadie confiesa haber asistido, el documento extraviado en las cajas de las numerosas mudanzas y que niega hasta el rector de la servil universidad Rey Juan Carlos. Un despliegue de creatividad sin precedentes, la corrupción afirmativa. (Se habla aquí siempre de destitución y no de dimisión, un término denigratorio para todo político español que se precie).