«Lo siento mucho. Me he equivocado y no lo volveré a hacer más». O algo así, es lo que declaraba esta semana pasada el dueño y señor de Facebook, Mark Zuckerberg, ante las autoridades norteamericanas por el uso fraudulento de millones de usuarios de la red social. ¿A alguno de ustedes le ha salido el mensajito de qué ha pasado con sus datos? A mí tampoco, y ni falta que hace. La comparecencia ante el Senado tuvo su gracia por momentos. «¿Podría decirnos en qué hotel se hospedó ayer? ¿Podría darnos el nombre de algunas de las personas con las que se ha mensajeado la última semana?», le preguntaba el senador por Illinois, Dirk Durbin a Zuckerberg. Este titubeaba, se sonrojaba un poco y acababa por decir que nanai, entre risas. Hay que tener morro. «Bueno, creo que es de esto de lo que estamos hablando», respondía Durbin. No sé si alguien se ha quedado más tranquilo con las explicaciones del dueño de una red social, una herramienta, una droga (cada uno usa Facebook como quiere) que sirve lo mismo para encontrarse con esa compañera cañón a la que perdimos la vista cuando dejamos el colegio que para manipular, o intentarlo, el resultado de las elecciones del país más poderoso del mundo. Este escándalo de la fuga de datos no debe cambiar la percepción de una realidad que no todo el mundo ve o quiere ver: desde el momento en el que metemos la puntita del pie en internet, los señores de Google, Facebook o de Mixmail (¿se acuerdan?) en su día, ya saben hasta nuestra talla de zapatos. Es de ingenuos pensar que nuestros datos están realmente protegidos porque apliquemos un filtro u otro al acceso del resto de usuarios de la red social a nuestro muro, a nuestras fotos o a nuestras publicaciones. No hay que irse ni tan siquiera al caso Facebook para saber que nuestros datos viajan de aquí a allá porque nosotros mismos lo hemos permitido, ¿o creen que es casualidad que hayan enviado una nota de prensa a esta redacción del gimnasio al que me apunté hace tres semanas? Los datos están ahí, en la nube o en un servidor, pero no hay nada que nosotros no hayamos entregado voluntariamente. Como le dijo un tío a su sobrino una vez, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad», y como parece que gente responsable en la red hay poquita, ese deber nos va a tocar a nosotros.