El agua del caldarium, caliente y agradable, acaricia el cuerpo de Mario, invitándolo a un sopor exquisito. El vapor desdibuja el presente y adormece los sentidos. Por instantes, un dulce mareo le posee; el agua ha reavivado los efectos del vino, que anoche tomó en abundancia. No sin esfuerzo, sale de la piscina y se dirige al frigidarium, donde con toda seguridad se espabilará.

No ha sido una noche más de diversión y borrachera. Por fin, tras diez años, está cerca de su hogar. Los amigos, reducidos a vagas noticias durante tanto tiempo, son ahora risas y abrazos, cuentan historias y escuchan las suyas. Las pequeñas y grandes intrigas que ha de conocer o desarrollar por su cargo aparecen ahora lejanas, sueños poblados de criaturas absurdas. «Todas las glorias sobran cuando uno tiene la gloria de estar en Malaca», recuerda que le dijo el legado, antes de darle permiso para partir. Por primera vez en diez años, está de acuerdo con él.

Tampoco ha tenido muchas más ocasiones de mostrarse contrario a sus razones. Destinado al destacamento de protección personal del legado de Aquitania, el destino quiso que la primera noche de servicio salvara la vida en una reyerta tabernaria a Julio, el hijo del legado. Este suceso le valió la adscripción de su persona al hijo, en vez de al padre; y de los deseados combates con bárbaros y la ansiada gloria militar, pasó a ser la sombra de Julio, uno de los crápulas más renombrados de Roma. Él, Mario, hijo de Galio y nieto de Publio, de los que aún se cuentan en las legiones innumerables hazañas con respeto y devoción, convertido en el matón de un calavera.

Se sumerge en la piscina, a esta hora aún vacía. El agua fría detiene sus pensamientos. Su cuerpo despierta, y el corazón comienza a latir más deprisa. Da unas brazadas y, satisfecho, se reconoce en un cuerpo armónico, bien entrenado. Se sienta en el borde la piscina, con los pies metidos, haciendo un poco de tiempo antes de entrar al sudatorium.

Al principio, sintió que los dioses tutelares de su familia le habían abandonado, o que cualquiera de las maldiciones que los enemigos de su padre y su abuelo habían proferido contra ellos se estaba haciendo realidad. Pasó noches de guardia a la puerta de prostíbulos, en casas de ricachones donde se daban grandes banquetes. Tantos años de concienzuda preparación militar le servían solo para avisar con tiempo a Julio de la llegada inesperada de un marido, o para emprenderla a mamporrazos con aquellos que le exigían el pago de deudas de juego a su protegido. Sin embargo, poco a poco trabó amistad con todos aquellos que se dedicaban a sus mismos menesteres, y descubrió el Mundo de la Intriga. Para su sorpresa, comprobó que eran más importantes para el Imperio los muslos de una cortesana o el peinado de una dama que la revuelta de los britanos. Las pequeñas cosas de la vida, los placeres y las envidias cotidianas adquirían entre los patricios romanos una importancia vital, algo que jamás se podría sospechar fuera de este pequeño y selecto círculo, que era realmente el que regía los destinos de todos los ciudadanos. Las guerras, las campañas, las luchas en las fronteras eran hechos secundarios, un glorioso telón de fondo para las intrigas cortesanas. Al fin y al cabo, se pensaba, tenemos el ejército más poderoso del mundo. Los dioses nos favorecen, y el Imperio siempre existirá.

En el sudatorium se encuentra un anciano, que le sonríe sin dejar de mirarle fijamente. Junto al anciano está su escolta personal, de pie y con los brazos cruzados, en una actitud entre ausente y vigilante. Mario saluda al anciano en silencio con una sencilla reverencia y se sienta, respetuosamente, dos peldaños más abajo. Ha de esperar a que él desee hablar. No le importa; ya no es un novato soñador, es un experto en estas cosas. Y recuerda, no sin cierto orgullo, que el gobernador de la Bética no es más que un provinciano, y él es un curtido vestigator romano.

«Vulgo que veritas iam attributa vino est -le dice el gobernador-. Mis agens ya no me informan como debieran, solo me han contado que te emborrachaste ayer de buena manera. ¿Hace mucho que llegaste, Mario?»

Y Mario sonríe. Su ciudad natal le abre la puerta a una nueva aventura. Sabía que iba a ser así.