Un año después de su sorprendente victoria electoral, el presidente francés, Emmanuel Macron, sigue siendo la gran esperanza blanca de las élites políticas, económicas y periodísticas del continente, partidarias de una mayor integración europea (si leemos las reacciones a su reciente discurso, en Estrasburgo). Pero el mandatario galo no lo tendrá fácil.

Tras derrotar a la ultraderechista Marine Le Pen, y pese al desgaste acumulado en las últimas semanas, ante las distintas huelgas de sectores críticos con sus reformas (como ferroviarios o estudiantes), Macron goza de aceptables niveles de popularidad, en comparación con sus antecesores a estas alturas (un 42%, frente al 21% de Hollande o el 28% de Sarkozy€ aunque el denostado Donald Trump está en un 41%). Y ello le permite seguir con su voluntad de liberalizar la economía y cambiar la estructura política de un país anquilosado por la inercia del Estado social gaullista.

No obstante, el deseo de las élites continentales está puesto en que logre torcer el brazo a Alemania, poco amiga (hasta ahora) de mayores integraciones. La salida de Gran Bretaña de la UE y una Angela Merkel, canciller germana, más debilitada políticamente (y aliada con los «europeístas» socialdemócratas) deberían ser factores que ayudaran a Macron a impulsar su agenda (basada en una mayor profundización en la unión económica y monetaria).

Pero no hay que llevarse a engaño: parlamentarios del partido de Merkel presionan para que la canciller se alinee con las naciones del Norte (lideradas por Holanda) y no se creen mecanismos que favorezcan transferencias de rentas o mutualizaciones de deuda hacia el Sur, además de mantener que los avances integradores puedan ser vetados por cualquier país de la UE a 27, tras la salida del Reino Unido. Así que, el desafío de Macron, comienza ahora.