Todo empezó con IKEA. Esa tendencia empresarial por simplificar, reducir costes y abaratar productos al dejar en manos del cliente parte de su montaje tenía hasta su gracia, su encanto. El comprador, al verse formando parte de la cadena de producción, disfrutaba de cierto regocijo en su fuero interno porque la estantería que lucía en el testero de su salón, por ejemplo, la había ensamblado con sus propias manos. Eso, para los que no sabemos ni poner una bombilla, no es poca cosa. Produce cierta calma y apacigua los sentimientos de inutilidad que sobrevienen cuando uno se siente a años luz de MacGyver. IKEA había conseguido trasladar al mundo adulto el esquema o modelo huevo Kinder, convenciéndonos implícitamente de que, de este modo, todos nos sentiríamos parte integrante y responsable de ese engranaje productivo. Casi daban ganas de cantar aquello de «el ciclo sin fin que lo envuelve todo», que diría Mufasa, el Rey León. Pero claro, en realidad, si les soy sincero, el montar por montar, así porque sí, a mí, que padezco de cierta flojera en lo que a los trabajos puramente manuales se refiere, no me hace demasiada gracia. Es más, les confieso que únicamente acudo a ello cuando el presupuesto no da para más. Pero lo malo es que este modelo participativo se expande de manera terriblemente incómoda en multitud de prestaciones y variantes del sector servicios. Así, restaurantes a los que no les tiembla el pulso para cocinar en su punto y a baja temperatura la pata de una vaca, por contra, cuando uno pide un pitufo de mantequilla, pareciera que no son capaces de untarla. Llegan y te sirven esa consabida e infame tarrinita monodosis, junto con un cuchillo, para que tú te las ventiles. Y nada hay más descorazonador y que me altere tanto la temperatura de las criadillas que pagar por algo que luego me tengo que hacer yo. De hecho, cuando asoman con la tarrina de marras y el pan limpio de polvo y paja, suelo cambiar rápidamente el pedido por algo que venga listo para comer y que no precise de maniobras previas de untura. Y no es que yo no sepa, es que no me gusta hacerlo. Además, a mayor abundamiento, también les digo que esa tarrinilla del averno, casi siempre, te la suelen servir a temperaturas que rondan el cero absoluto. El cuchillo se dobla, el café se enfría y, al final, clamando a todos los santos, acabas troceando esa masa láctea para comértela a bocados junto al pan seco con tal de que se acabe pronto el mal rato y no volver a sufrirlo. Pero ojo, que la cosa no acaba aquí. El tema de la mantequilla, concluyendo, no es tan grave. Uno subsiste sin mantequilla. El problema es que las entidades bancarias comienzan a utilizar el mismo modelo de manera mezquina. Y los bancos, en principio y por desgracia, son un mal necesario. La pasada semana, un titular de la prensa local rezaba que la quinta parte de los municipios de Málaga no tienen ya oficinas bancarias. Todo ello y entre otras cosas debido a temas de recortes, al auge de la banca online y a los cajeros inteligentes. Abatimiento total. Llegar a una oficina y aguantar la cola para que te sonrían y te digan que esa operación, debido a la cuantía, la tienes que hacer tú mismo en la calle a través del cajero inteligente me revuelve las tripas. Sin mala cara, ojo, que uno es un señor, pero me las revuelve. Esto ocurre, por ejemplo, con ingresos en cuenta, transferencias e incluso, válgame el Cielo, con las liquidaciones de ciertos tributos. Cajeros que ponte tú a enfrentarte con ellos. Resultan cansinos y decepcionantes, como la mantequilla en tarrina. Implican intemperie, doble cola y doble esfuerzo. Y pérdida de tiempo, puesto que el personal que antes gestionaba el servicio se tiene que levantar de su puesto la mayoría de las veces para asistir tu operación frente al cajero. Ya ven que para el cliente no es más eficaz, ni más rápido. Pero con la banca hemos topado. Qué le vamos a hacer. No queda más que tragar. Uno puede renunciar a la mantequilla, pero no a los bancos. Quizá algún día.