penas cuesta una moneda. Lo sé. Pero una vez me colé en el metro. Tampoco 40 euros son mucho. Casi nada si eres de buena familia y vicepresidenta de un gobierno. Pero a veces bastan para pagar por la Presidencia de la Comunidad de Madrid.

Por qué lo hice. Por qué lo hizo Cifuentes. De pequeño también robé una vez, uno de esos dónuts de chocolate. Mi pobre madre nunca quería comprármelos porque le habían dicho que el recubrimiento de chocolate era ´cobertura´ y no era buena para la salud. Crecí con dos palabras nocivas que giraban a mi alrededor como electrones en el núcleo materno: microbios y cobertura. Con cuáles crecería la llamada verso suelto del PP.

Como en el asunto del máster que no fue, alguno ya apuntaba a la cadena de custodia de esas imágenes capturadas por la cámara de ese supermercado del Puente de Vallecas. También a los policías que no denunciaron, tras pagar la mujer la cuantía de lo sustraído con singular torpeza y sin necesidad alguna. En otro tiempo podría haberse esgrimido como atenuante del pequeño hurto no llevar efectivo al sentir esa pulsión cleptomaníaca, o sentir una necesidad imperiosa de utilizar el producto (o en mi caso llevar mucha prisa o yo qué sé, no lo haré más), pero hoy se puede pagar hasta con el móvil y, además, que no es eso. Con el máster que no fue se disparó a discreción para mantener la discreción de la presidenta, sin éxito. Pero esto era como soplar una de esas velas de broma de los cumpleaños. Mientras quede una pantalla encendida jamás se apagará la imagen de esa señora de azul, tan bien vestida, sacando nerviosa del bolso las cremas, en un almacén trasero, y, sobre todo, pagando su coste tras contar los billetes y las monedas en un recuento que se adivina sufrido y se hace interminable. Todo ante la opresiva y vigilante mirada del hombre uniformado.

Nuestro mundo viraliza un hurto incruento de 40 euros más que la corrupción sostenida de un ayuntamiento. Lo segundo necesita de la digestión de un relato informativo para comprender su alcance. Demasiada distancia y tiempo como para competir con un click. La dimisión de Cristina Cifuentes es un máster sobre moral y política que explica que la clave es el cuándo hay que dimitir y no el cómo ni el por qué ni si se debe o no hacerlo. Y Cifuentes debía haber dimitido en cuanto le sacaron su primera falta, su no máster en Derecho Público del Estado Autonómico. A pesar de que, probablemente, sus importantes enemigos (a tenor de las dos filtraciones ofrecidas como carne de gladiador herido al circo mediático) le hubiesen dado la puntilla con la pillada del supermercado. Porque, cuando la becaria Lewinski hizo públicas sus relaciones sexuales con el presidente Clinton, con singular oralidad en los medios proclives a la quema del demócrata -que ésa es otra-, sólo las ursulinas y algún pánfilo se rasgaron las vestiduras por la fellatio, lo que no toleraron los votantes medianamente honrados fue la mentira.

Todo apunta, de todas formas, a que Cifuentes lo que ha perdido es una guerra. Empieza a dar yuyu la política.