Lejos de reducirlos a una mera cifra, a una cartera andante, veo a los visitantes de nuestra ciudad no con la fría distancia de un entomólogo sino con el gozo sincero de los buenos de corazón, a los que la alegría ajena les contagia. Que sí, que los vemos pasear en los más crudos días de invierno con sandalias y calcetines, propio de a quienes el equipaje de una semana les cabe en una talega; o vestidos como el Coronel Tapioca, que si hubieran desembarcado en un territorio de peligros y aventuras. Que sí, que los vemos sentados a deshoras en esquinas de hostelería insufrible, entre platos tan desparejados como los calcetines de un erasmus o mirando al cielo azul como si asistieran a un despliegue de tres lunas. Hay que disculparlos: nosotros también hemos sido guiris en algún país, convencidos de que íbamos hechos unos dandis y que ese restaurante que recomendaba Tripadvisor era lo mejor de Bristol, aunque pareciera la versión de un salón de bodas pasado por el tamiz de Little Britain.

Y es una alegría verlos disfrutar, saliendo con dos rosetones en las mejillas de la Casa del Guardia, sentados en una piedra mirando el mar, sobrecogidos viendo la bahía entre los pinos de Gibralfaro, riendo entre los azahares de la Victoria, metiendo los pies en la arena mientras le ponen un espeto con erre de marzo o dándose un codazo cómplice mientras dicen «Mira, Henry: en camiseta en pleno mes de febrero€Igualito que en Dublin, ¿eh?».

Y que viva la cultura, los museos, el entorno, el contorno, el centro y sus costuras, pero dejemos que quienes nos visitan disfruten de lo mismo que nos hace disfrutar a nosotros, con la alegría y hospitalidad de lo sencillo, sin cargo de conciencia por haberse saltado el Picasso. Como cantaban Vainica Doble «Déjame que descanse un rato al sol/ déjame vivir con alegría». Pues vamos a dejarlos que disfruten, oiga.