Estamos ya en los albores de una nueva era, la de las ciberguerras, en las que la simple manipulación electoral mediante las tecnologías digitales dejará paso a la destrucción y al caos?

Los expertos no se cansan de advertirnos del peligro de que no existan aún reglas internacionales que establezcan con claridad qué está permitido y qué, por el contrario, prohibido en todos los casos.

La regulación del ciberespacio preocupa a los gobiernos y organizaciones internacionales como la ONU, cuyo secretario general, António Guterres, hizo ya una reclamación en ese sentido en la última conferencia de Seguridad de Múnich.

Los ataques cibernéticos que se han visto hasta ahora no son sino los prolegómenos de lo que puede suceder con unas armas prácticamente a disposición de todo el mundo: lo mismo gobiernos, empresas, individuos y por supuesto grupos terroristas.

Los estrategas militares creen que las próximas batallas no se darán en los escenarios tradicionales, sino en el ciberespacio. Los servicios secretos occidentales, en especial los del mundo anglosajón, han acusado repetidamente a los hackers rusos de haberse infiltrado en los sistemas que regulan muchos servicios públicos para poder provocar, llegado el momento, su total parálisis.

Puede ser cierto o sólo parte de la otra guerra que se libra actualmente en el mundo: la de la información o, mejor dicho, desinformación, a la que no es ni mucho menos ajeno Occidente.

Internet es un invento estadounidense, y ese país domina también a través de la Agencia Nacional de Seguridad las técnicas de supervisión, control y manipulación y sabotaje, como las también norteamericanas Google, Facebook, Amazon o Apple dominan comercialmente el ciberespacio.

El nuevo consejero de Seguridad de Estados Unidos, el superhalcón John Bolton, recomendó hace tiempo no sólo acabar fulminantemente con Wikileaks sino responder con toda la contundencia a los ciberataques de Rusia, Irán y Corea del Norte, su particular eje del mal.

El problema es que los ordenadores dominan hoy numerosos aspectos de nuestra vida, es decir que todos - lo mismo ciudadanos que gobiernos e instituciones- dependemos de su regular funcionamiento, lo que nos hace también a todos fácilmente vulnerables a cualquier acto de sabotaje.

Y los sabotajes cibernéticos son especialmente peligrosos: basta imaginarse lo que ocurriría con la navegación aérea, los hospitales, el sistema bancario o todo tipo de servicios que requiere el funcionamiento de una gran ciudad, si fuesen objeto de un ataque de ese tipo.

El presidente de Microsoft, Brad Smith, es de los que creen que es preciso actuar cuanto antes en lugar de esperar a que ocurra una catástrofe con millares de muertos.

Desde 2004, un grupo de expertos discute en la ONU este asunto sin que a nadie se le escape las dificultades que encierra. Porque ¿hay que considerar, por ejemplo, la manipulación de unas elecciones por una potencia extranjera un casus belli?

Tim Maurer, de la fundación estadounidense Carnegie, propone que los Estados del G-20 firmen una especie de pacto de no agresión a sus respectivos sistemas financieros.

Hay quien no ve viable de momento la total prohibición de las armas cibernéticas, pero aboga al menos por acuerdos parciales para proteger objetivos como hospitales, redes de abastecimiento de agua o electricidad y sobre todo centrales nucleares.

Hacen falta efectivamente reglas y el tiempo apremia.