En la cafetería, a primera hora de la mañana, entre churro y churro, un hombre le contaba a otro que un monstruo invisible había comenzado a devorarle. A mí también lleva devorándome desde hace tiempo un monstruo invisible, de modo que pegué el oído.

-Es un monstruo -añadió- procedente de otra dimensión en la que quizá puedan verlo, pero en esta no. En esta es tan real como en la suya, pero no somos capaces de captarlo con nuestros sentidos.

Me fijé disimuladamente en el hombre y lo reconocí. Dirigía una pequeña sucursal de un banco grande que hay en la esquina de mi calle. Iba encorbatado y llevaba gemelos de oro en las bocamangas de la camisa. Su interlocutor, un empleado de la misma sucursal, lo escuchaba con expresión de distancia.

-Tú es que eres muy complejo -le dijo a su jefe-. El límite de la percepción son los sentidos. Si no puedes ni verlo ni olerlo ni tocarlo, es que no existe. Lo más probable es que se trate de un monstruo imaginario, como el amigo imaginario de mi hijo.

-¿Tu hijo tiene un amigo imaginario? -preguntó el jefe.

-Sí, se llama Ricardo. Eso dice él. Se pasan el día hablando.

-¿El amigo imaginario le contesta?

-No sé, creo que sí. Lo mejor, frente a asuntos de esta índole, es no concederles importancia. Ya se le pasará. ¿Tú tuviste de pequeño un amigo imaginario?

-Sí.

-Pues a lo mejor es el monstruo imaginario de hoy. Hay niños que al crecer se convierten en monstruos. Ja, ja.

En ese instante advirtieron mi interés y cambiaron de conversación. Yo pagué y salí a caminar sintiendo cómo me digería el monstruo invisible en cuyo estómago caí el mes pasado, o el anterior. Nadie ve ni huele sus jugos digestivos, en los que se deshace y macera mi cuerpo mental. Pero yo vivo en la oscuridad de esa caverna. Solo cuando bosteza entra en mi espíritu un rayo de luz que se apaga enseguida. Mañana mismo me abro una cuenta corriente en la sucursal de la esquina.