Cada vez que la Legión 501 desembarca en Málaga, procuro no perder la ocasión para disfrutar de su desfile. Así lo hizo el pasado sábado, de la mano de la Fundación Andrés Olivares, a los fines de concienciar a la ciudadanía sobre la donación de médula ósea. Tengan en cuenta que una de las tres bases fundacionales de este club costuming es contribuir con su presencia a favor de causas solidarias. Por eso, tanto en hospitales como en desfiles benéficos, el atractivo de la Legión 501 se configura como un patente reclamo para niños y adultos. Y yo, a mis casi cuarenta, me sigo preguntando por qué. Cuál ha sido la fórmula que ha permitido que la Saga, con mayúscula, se perpetúe en los corazones a lo largo de tantas generaciones. Es probable que sus poderes de seducción más superficiales se encuentren en la cáscara, en la estética: los trajes, los personajes, el entorno. Ése es uno de los privilegios que uno recibe cuando acude a cualquiera de los espectáculos de la 501, el poder recrearse con la visión de la riqueza que, en sus múltiples variantes, nos muestran las galas oficiales de los villanos de la Saga. Que levante la mano quien no le haya dicho alguna vez a su hijo, emulando la gravedad fonatoria de Constantino Romero, que en paz descanse, aquella máxima de: «Yo soy tu padre». La estampa de Vader, el diseño de su icono, no envejece, no pasa de moda. Llegó a España en 1977 y aterrizó para quedarse. No sé si recordarán esa iniciática escena del Episodio IV en la que estremecía con su primer acto de presencia el asalto a la Tantive IV, una aparente nave consular en misión diplomática donde se encubrían las maniobras estratégicas de la Alianza Rebelde. Pero más allá de la estética, más allá de los trajes, más allá del relato y de la trama que, gustando más o menos, no representa otra cosa que los patrones clásicos y universales de mil y una historias de aventuras, hay algo que, de algún modo, sobresale y permanece. Es posible que, en el fondo, uno siga necesitado de historias de buenos y malos, de referencias, aunque sean ficticias, que nos marquen los horizontes correctos. Vivimos inmersos en las aguas de un incuestionable relativismo que la postmodernidad ha derramado sobre nosotros. Todo es continuo cambio, incesante movimiento, todo vale, todo se justifica.

Independientemente de la gama de grises dentro de la cual nos movemos todas las personas, bien es cierto que, en las encrucijadas vitales, precisamos de referentes, de ejemplos de vida, de personas e historias que naveguen por encima de nosotros y que nos sigan recordando cuál es el camino idóneo. Y es que uno quisiera pensar que no todo lo sólido acaba desvaneciéndose en el aire. Uno quisiera pensar que aún queda hueco para la esencia, para un apoyo constante, unos principios que permanezcan como guías de nuestra vida y que subsistan, impávidos, a pesar de los vientos y de las tormentas. Bien es cierto que el doblez, los tonos grises, como les decía antes, definen a la persona. No somos ni buenos ni malos, tenemos tendencias. Pero es necesario tender al lado correcto. ¿Dónde están los iconos morales de nuestro siglo? ¿Quiénes han venido para sustituir a Gandhi, Mandela, Luther King o Santa Teresa de Calcuta? ¿Quién ha tomado el relevo en ese liderazgo que nos hace mejores? Es posible que la Saga nos siga recordando que todos tenemos un lado oscuro, una forma mala y rápida de hacer las cosas, de tratar a los demás, de gestionar nuestro trabajo y de malgastar el tiempo que se nos ha dado. La envidia, el odio, el miedo, la desidia y la agresividad son protagonistas que en infinidad de ocasiones pueden llegar a regir nuestros actos. Pero yo creo en la redención, creo que existe una luz que nos hace mejores y creo en la voluntad del hombre para el cambio. Creo en un mundo más justo, en una sociedad más justa, en una política más justa y en unos políticos más justos. Y creo, de no ser así estaríamos perdidos, que cada cual tiene fuerza suficiente para empezar de cero y para modular y construir la mejor versión de sí mismo.