A Ciudadanos, el partido que lidera el señor Rivera, le va bien en las encuestas y en la última del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) casi alcanza al PP y se sitúa ligeramente por encima del PSOE y de Podemos. Aún falta mucho hasta que se confirmen (o desmientan) esos augurios pero todos los datos apuntan a una tendencia hacia el reagrupamiento a cuatro de lo que antes fue una disputa a dos por el voto del centroderecha y por el de centroizquierda. Y en ambos casos hay una semejanza entre los dos procesos. Los partidos nuevos tienen el atractivo para el electorado de su aparente falta de relación con la vieja política y no están lastrados por reiterados escándalos de corrupción ni por vergonzosas abdicaciones de promesas electorales.

Los partidos antiguos, en cambio, tienen la ventaja de disponer de una maquinaria burocrática muy rodada, mucha gente con experiencia de gobierno, y un alrededor muy amplio de favores y recompensas. En ese sentido, hay quien compara, en algunos aspectos, al emergente Ciudadanos con lo que fue la UCD creada por Adolfo Suárez para consolidar democráticamente el tránsito de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria. Nada que ver, a mi juicio. En cuanto a las características del liderazgo, Suárez, un hombre de indudable atractivo personal, había sido el último secretario general del Movimiento, tenía amplia experiencia de mando y dominio de los medios de comunicación, especialmente de la televisión única de la que fue director general. Y por lo que se refiere a la estructura burocrática, la UCD estaba formada por multitud de pequeños partidos. Desde el punto de vista organizativo contaban con un número de militantes que, en la mayoría de los caos, cabían en un taxi. Y desde el punto de vista ideológico, cubrían todo el amplio espectro que va desde la derecha nacional-católica hasta una moderada socialdemocracia como era la de Fernández Ordóñez que, con el paso del tiempo, acabó por ser ministro de Asuntos Exteriores con un gobierno de Felipe González después de haberlo sido de Hacienda con la UCD. Todo ello al margen del enorme aparato de poder de que dispuso Adolfo Suárez para organizar la Transición hasta que fue obligado a dimitir bajo la amenaza, luego confirmada, de un intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981. Indudablemente, Albert Rivera no es Adolfo Suárez y las circunstancias políticas que le ha tocado vivir tampoco son las mismas que aquellas tan agitadas de hace cuarenta y un años. Y tampoco está muy claro, de momento, que sea el hombre escogido por la oligarquía financiera para apuntalar la decadencia evidente del PP pese a que sus detractores conocen a la formación naranja como el partido del ´Ibex 35´.

Claro que, haciendo memoria, antes de este momento también hubo en el ámbito electoral del centroderecha español un corrimiento de votos y de militantes desde la UCD dinamitada hacia el PP que lideraba Fraga Iribarne. Ahora, pudiera estar ocurriendo algo parecido, aunque no creo que se llegue al punto de la desaparición del aparato político que lidera el señor Rajoy, como apuntan algunos agoreros madrileños. El partido todavía sujeta muchas nóminas y protege importantes intereses. Fraga tenía un techo pero Rajoy también tiene un suelo.