Las películas de ciencia ficción de los años 80 nos acostumbraron a puertas galácticas y portales interdimensionales que se abrían ocasionalmente en escenarios cotidianos. Quien traspasase su umbral con el ánimo de viajar en el tiempo o en el espacio debía aprovechar unas condiciones muy específicas, pasadas las cuales el traslado ya no sería posible. De igual manera había que ser prudente a la vuelta si no se quería quedar prisionero para siempre en un mundo alternativo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en El experimento Filadelfia (1984): se hace desaparecer a todo un destructor de la US Navy, el USS Eldridge, y dos de sus tripulantes son enviados al futuro.

Pues bien, esta semana se abrió una de esas puertas en la plaza de la Constitución. Como lo oyen. La anomalía cósmica duró apenas un suspiro, aunque lo suficiente como para que los estupefactos ciudadanos deambularan de forma errática en su contorno; sólo los más osados se atrevieron a sobrepasar el límite, que según algunos testigos se alzaba sobre el rectángulo definido por la línea de imbornales. ¿Qué sucedió en realidad? En lugar de un buque de guerra, desaparecieron todos los obstáculos y trastos que permanentemente ocupan el espacio público: tribunas, casetas, carpas, quioscos, paneles, etc. La puerta los succionó y debió enviarlos a algún lugar lejano, y por breves instantes los ciudadanos que así lo quisieron pudieron pasear por la plaza y los niños corretear a su antojo, sin saber qué hacer al principio con tanto espacio libre.

El espejismo se mantuvo un par de días: después, la puerta se cerró. Ya habrán observado que el orden ha sido restablecido y un enorme escenario metálico vuelve a ocupar el centro de la plaza. Fue bonito mientras duró, ¿o quizás sólo fue un sueño?