Comparto con mi amigo Agustín muchas cosas: alegrías, penas, información y reflexiones y, de vez en cuando, la mirada del payaso cuando, quitándose la pintura de la cara, se reconoce en el espejo como un miembro de aquello que se llamaba clase media. Aquella clase que fue escalón arriba con el empuje y deseo de la generación anterior, que fue aceite que engrasaba con sensatez los engranajes de una sociedad siempre a pique de un estornudo, llena de responsabilidades y siempre deudoras de algo (de una oportunidad, de una mano, de un aliento o de un consuelo), ahora somos vistos como criaturas venidas de un túnel del tiempo, llenos de miedos y con planes que empiezan cuando los planes de otros acaben; siempre mirando el futuro en términos de hormiga, siempre cargados con palitos que pesan demasiado, llevando a cuestas el respeto a la norma y los proverbios que, transmitidos de generación a generación, nos unen en el club de remeros de galera: No hay más lotería que el trabajo, el ahorro y la economía. Esos seres grises que somos, para quienes el verdadero sueño de la jubilación es poder conciliar el sueño sin sobresaltos (y eso, visto lo visto, se acerca demasiado al sueño eterno) somos la costilla a la que va a parar cualquier codazo fiscal y cualquier cambio de política siempre nos pilla confiando en lo que nos habían dicho, refunfuñando por lo que han hecho pero, siempre, sin excepción, pagando.

La clase cansada, menguada, a la que la corbata le sabe a dogal, a la que con diez años un coche está nuevo-nuevo y para la que la tele no se ve tan mal, y cuyo estado nirvánico es tenerlo todo pagado, a esa clase que parece invisible a veces la boca le sabe a sangre de tanto apretar la boca. Y cuando el puntal se cansa, malo.