La noche gratis es el recreo de moda. Libros, cuadros, música, teatro, conferencias, exposiciones y dramaturgias. La cultura a precio cero; las copas y el amor corren de tu cuenta. Sigo sin entender el gusto por el bullicio de estos eventos de balde y cola que me parecen un botellón cultural. No me valen el argumento de la democratización participativa ni el de la motivación de un hábito. Nada de eso hay en las salas de museos abarrotadas de ruidos de todos los colores, sin espacio apenas para que la mirada dialogue con cada cuadro sin las interferencias de los cuerpos en parapeto y de las conversaciones que revelan insustanciales secretos. Los políticos que mantienen su oferta cultural, fomentan estos reclamos del consumo en busca del éxito pirotécnico del fenómeno social y la celebración de los números. Las cifras siempre han tenido, a pesar de la abstracción de las matemáticas, mucho peso con fulgor en el discurso del poder. Lo mismo que para sus gestores lo importante es tener a favor el saldo de la guerra de público con sus rivales. Por eso se maquillan los célebres quesitos de inversión y de gastos de los presupuestos de las administraciones, elaborados a conciencia en las cocinas políticas. Aquellos power point que hace años provocaban inteligentes interrogatorios en las ruedas de prensa, han sido relevados por las preguntas acerca de los guarismos de visitantes de los museos. Las respuestas dependen de si se contabilizan las entradas de taquilla; los grupos de tour operadores: las sombras de quienes pasan junto a la puerta y se asoman; la turba festiva de las noches en blanco y de los días internacionales de los museos. Ese nuevo evento de patio de mayo pero con cuadros de cualquier género.

En casi todas las capitales triunfó la nocturnidad festiva del arte. También en Málaga la publicidad del evento cosechó respaldo popular y parabienes al hacer coincidir la fecha con inauguraciones: la Extraña Varsovia en el Centro María Victoria Atencia sobre la introspección de lo cotidiano en el proceso creativo con piezas de Joaquín Ivars, Cristina Martin Lara y Jesús Marín entre otros, comisariada por Pedro Pizarro, un activo galerista de los años ochenta; la de José Luis Puche con sus oníricos fotogramas pop desde la reinvención de perspectivas entre la memoria y su metamorfosis, en el CACMálaga; la de la Fundación Picasso donde Mario Virgilio Montañez ha seleccionado Momentos decisivos y El Deseo Atrapado del creador malagueño.

En otros lugares de culto, en el que por una noche entraron muchos de los que luego son muy pocos asiduos pagando (¿por qué todo lo cultural sólo funciona si es de gañote?) se apostó por ofertas innovadoras. El Thyssen-Bornemisza de Madrid es de los mejores en eso. El año pasado invitaba al público a entrar dentro de la soledad de cuatro cuadros de Hopper, como El sueño y Habitación de Hotel. Este pasado viernes ha ofrecido pasear, gracias a una mochila -no de conocimientos sino de ordenador, y a unas gafas inmersivas de realidad virtual- a través los campos franceses de Auvers de Van Gogh, el Nueva York de Mondrian y un bodegón de Van der Ast. El arte como experiencia de la emoción al alcance del cuerpo y de los sentidos. No quiero pensar en una oferta parecida con obras de Fragonard, de Boucher o El origen del mundo de Courbet, aunque el éxito y el bulle bulle lo tendrían asegurado.

Nada argumento en contra de un acercamiento al arte que desacralice el elitismo y el presumible aburrimiento. Pero personalmente prefiero que los museos enseñen al espectador a saber cómo mirar un cuadro, y a escuchar lo que sucede dentro de ellos. Cada cuadro es un mundo que exige sensibilidad a quién lo contempla; conocimiento a quién lo explora y un sexto sentido a estas dos maneras de enfrentarse a la pintura y sus lenguajes. Es fascinante el disfrute de sentir, de evaluar, de aprehender la percepción de la luz y del color, la profundidad, la vitalidad, la singularidad y el extrañamiento de una y de otro. Lo mismo que entender la genealogía de la imagen; la representación de lo simbólico; la poética del espacio; el murmullo de las texturas; el equilibrio con lo antagónico; las huellas de lo invisible, y los márgenes del cuadro. Existen sobre esto muchos libros. Uno de los más recientes e instructivos es Manifiesto de la mirada de Antón Patiño, publicado por Fórcola. En sus páginas se explica de manera formativa y amena el proceso abierto de la mirada y la pintura como hábitat.

El arte de la mirada no sólo le transmite al espectador la biografía íntima de cada cuadro. También le deleita con la invitación a realizar un viaje por la magia y las metáforas de la expresión plástica; su concepto estético; su visión de la naturaleza y del enigma, de lo real y lo utópico. Detenerse, contemplar, indagar y entrar en cada uno es una aventura para la sensibilidad, el conocimiento y el disfrute. Hace pocas semanas hice uno, invitado por Lourdes Moreno, directora del Museo Carmen Thyssen Málaga, a departir con ella sobre cada una de las obras de la magnífica exposición Mediterráneo, abierta hasta el 9 de septiembre. En sus salas ha escenificado con acierto un paraíso estupendamente mapeado en miradas de autor en torno a la Arcadia de la felicidad que tiene por corazón los referentes clásicos, la vanguardia, y la mitología del territorio marítimo y rural de Valencia, Francia, Cataluña y Baleares, en gama de temperaturas de luz y de color.

Una hermosa exposición en la que resulta un placer y enriquecimiento la conciencia de lo evidente e invisible de cada cuadro. Las bañistas de Emile Bernard en las que se aprecia la impronta de Les demoiselles d´Avignon y de las bañistas de Cezanne invitando a descubrir la coreografía femenina de los desnudos en humedad, el susurro de las confidencias y las risas, el eco de Degas en la gestualidad del acicalamiento. La belleza del Abrevadero de Picasso, entre la armonía, lo primitivo y su dominio del dibujo que atrapa el instante entre la incertidumbre y la destreza de lo improvisado. La densidad poética del clasicismo de la Venus de Maillol, mediterránea en escultórica voluptuosidad, a la que rodea Picasso. El eterno demiurgo de la creatividad sin fronteras, entre el fauno, el Minotauro y el artista, con su Suite Vollard grecorromana, bacanal sobre la sensualidad, la seducción, el éxtasis del deseo consumado y su placer en brindis. Naturalezas del cuerpo, los sentidos en coloquio plástico con la utopía de la identidad en las piezas del novecentismo catalán de Sunyer, explicando la Cataluña como Arcadia que ahora tanto se reivindica. Una sinfonía mediterránea de ventanas al mar francés en el que el color es un complemento de la arquitectura, y una lección de climas de luz y azules en ensueño y fuga de Matisse. Destacar también las vibraciones volumétricas de la sinestesia cromática de Braque. Y enmarcada desde la ventana de otro cuadro una Ofelia a nado, movimiento en ondulaciones rítmicas de lo lumínico y de la figura, con la que Sorolla enamora a su esposa pintándola para la mirada de lo privado. Imposible terminar el recorrido a dos miradas interpretativas sin citar el hermoso cuadro de su hija Helena, sirena ennoviada sobre una rayuela de mar, invitando al visitante a dejar atardecer a solas al Mediterráneo. Se duerme íntima la brisa en las orillas de la sala.

Nada de esto se adquiere en una noche donde lo que más importa es la audiencia y el ruido. En la misma medida que la rentabilidad económica, la promoción turística de las franquicias y el gusto popular frente al fomento de la cultura como hábito, la calidad y coherencia de la programación, y la divulgación de la creatividad de los artistas locales.

El debate y la demagogia continúan sin convicción y en blanco. El color de la masa en fiesta. El resto preferimos el resto de los días, donde el silencio sucede para buscar y entender el detalle, lo escondido, el asombro, lo esencial. El goce de la mirada como escucha sensorial del mundo. Y el descubrimiento de uno mismo mirándose desde el arte.