Lo que relato ocurrió hace unos tres años cuando por casualidad me encontré frente a un poyo que, aunque raro en sus hechuras, era como todos los poyos: frío como la piedra o abrasante como el sol, según la hora del día. En aquel momento hervía. Sobre él, cuatro pollos dormitaban a pleno sol, ausentes de todo, menos de su solaz y del chute de vitamina D que la Naturaleza les brindaba. Aquel era un poyo políticamente incorrecto, a todas luces. Era un poyo con cuatro pollos, sin pollas, o sea, despollado de igualdad de género, que, diría Benedetti...

El poyo en cuestión, que está en Torremolinos, es bajito y extrañamente semicircular, por la forma de la fachada de la casa, supongo. Si en lugar del que le escribe, generoso lector, le estuviera escribiendo el nada modélico y nada honorable señor Pujol, el jefe del clan de los Pujol, que en breve será un referente en los libros de historia del bandolerismo moderno, es probable que arguyera que un poyo semicircular tan bajito solo podía ser obra de andaluces, porque solo a un andaluz se le ocurriría construir en estos tiempos modernos un poyo a la liliputiense altura cultural y arquitectónica del australopiteco catalán del Plioceno.

Los andaluces, en palabras del ya nada honorable, somos «hombres poco hechos... destruidos... que vivimos en estado de ignorancia y miseria cultural, mental y espiritual... desarraigados€ que constituimos el menor valor social y espiritual de España». O sea, los individuos propios para fabricar un poyo para el descanso, la holganza y la desocupación, bajito y semicircular como aquel en el que tomaban el sol los cuatro pollos.

Mirando la escena no hacía falta definir la concomitancia. El sol, el poyo y los cuatro pollos eran los factores concomitantes que llamaron mi atención, en primera instancia por la inocencia que desprendían los animalitos descansando al sol, pero, después, al acercarme, algo abdujo toda mi atención: cada pollo tenía una especie de lunar colorido en su lomo. De diferente color cada uno. Justo cuando me desplazaba tratando de evitar el reflejo del sol que me impedía distinguir los colores de los pollos, salió la que parecía ser la propietaria de la casa, una polla hermosa, en edad de merecer.

-Buenos días -me dijo- ahí donde los ve, tan tiernos y bien avenidos, cuando el rayo sol no da para todos, se vuelven malevos y pendencian por acapararlo. En ese sentido les ocurre como a nuestros parlamentarios y senadores con la luz de los focos y las cámaras: cuando es necesario, para acaparar la atención del respetable, montan un pollo tremebundo, y por brillar ma-tan, como la señora Esteban por su hija.

Mientras la chica hablaba pude distinguir el color del lunar pintado a cada pollo. Tal como estaban agrupados, de izquierda a derecha el pollo morado se acurrucaba con el rojo y el naranja con el azul, como matrimoniándose a yuras. Con el símil de la joven y los colores de los pollos la cosa quedaba explícitamente clara.

-Además, los he bautizado -añadió-, supongo que los identificará enseguida: se llaman Peperoso, Socialito, Citadino y Poderín.

Obviamente, no necesite ni mil palabras más... Claro estaba el asunto y clara la imaginativa originalidad de aquella hermosa polla de tan buen ver. Al despedirme, ella se hallaba sentada junto a los pollos y no pude sustraer mi imaginación de ver aquel poyo como un hemiciclo con tres pollos y una polla, cada uno en su escaño. Curioso.

Y más curioso aun es que a partir de aquel encuentro, cada vez que veo un hemiciclo, veo un poyo. Y cuando vislumbro a sus conspicuos moradores, veo pollos y pollas de colores; Peperinos, Socialitos, Citadinos, Poderines y otros, arracimados, montando el pollo para acaparar la luz pública que los transforma en pollos públicos iluminados.

Y, para más inri, no pierda puntada paciente lector: con el advenimiento del procés, los hemiciclos me aguzan el recuerdo de un vídeo viral en el que un ángel hecho niña de un par de añitos le riñe a un joven pollito por no dejarla ´estudiar´. Así que cuando veo un hemiciclo colmado de representantes del pueblo, mi inocencia infantil me empuja a parafrasear a aquella hermosura de niña:

«¡Me cago en la madre..., la que estáis liando, pollitos..., ay, la que estáis liando, madre mía...!»

Qué curioso es el subconsciente, ¿verdad?