Vivimos tiempos extraños. Entiéndaseme bien: no es que hace pocas décadas el futuro de la humanidad fuera más diáfano pero, por alguna razón, la perspectiva de ser exterminado en un holocausto nuclear se hacía ligeramente llevadera si se esgrimían en su descargo argumentos como la libertad, la extensión de la democracia, la dignidad del ser humano o la distribución equitativa de la riqueza en el mundo. Si habíamos de desaparecer de la faz de la Tierra que fuera entonando los versos de Friedrich Schiller: «Cruzando el umbral, ebrios de fuego / todos los hombres hermanados de nuevo». Magro consuelo.

Quién nos hubiera dicho entonces que unos años más tarde, desactivada por el momento la amenaza atómica, desde los altos estrados iban a ser invocados otra vez libros sagrados, razas y banderas. Pueblos y genes. Al otro lado del mar, en Oriente Medio y también en Europa. El ideal ya no es aquello que tenemos en común con los demás sino lo que nos diferencia a unos de otros.

¿Qué fue del «Soportad animosos, oh millones. Soportad por un mundo mejor»? Ahora se trata más bien del «Make America great again».

Pero sería injusto decir que hoy día no quedan políticos que crean en la redistribución de la riqueza. Claro que quedan; tan sólo sucede que sus criterios de reparto son algo peculiares, alejados del bien común. Podrían resumirse en la siguiente fórmula: todo para mí y los míos. Así ha quedado acreditado en sentencias judiciales muy recientes que hablan de «eficaces sistemas de corrupción institucional».

La triple divisa de 1789 se desvanece entre nuestros dedos.