El PP es un partido liquidado por su pasado corrupto. Rajoy, fiel a sí mismo, quiso enterrarlo debajo de una alfombra. En vez de afrontar el problema, prefirió ahuyentar los fantasmas esperando que se diluyesen como las sombras en el tiempo. Todo lo más, utilizó munición retórica para evitar que ese pasado le rozase cuando realmente le pertenecía. Jamás sospechó, sin embargó, que le iba a señalar de esa manera. El pasado, efectivamente, es Aznar, pero la propia endogamia de los partidos impide disociar sus responsabilidades. Rajoy, por mucho que intentase mirar para otro lado, es un veterano del aparato y sabía lo que se estaba cociendo. Desesperado, vuelve a intentar ganar un tiempo que ya se le agota, prospere o no la moción de censura socialista. La retórica es el arte de decir lo que nadie quiere oír de la forma en que todo el mundo querría haberlo dicho. No siempre hay que lamentar su poder excesivo en la política, que al presidente del Gobierno le sirvió para salvar la primera de las mociones de confianza a la que tuvo que enfrentarse, en aquel duelo verbal con Pablo Iglesias. Entonces la agudeza del discurso y cierto humor húmedo gallego frente a la indignación fingida del líder de Podemos le hicieron parecer Salmerón. Ahora se reactiva la indignación contra el Gobierno, justificada esta vez por la dura sentencia de Gürtel que apunta al propio responsable del Ejecutivo. A Rajoy le queda invocar con fervor mariano el interés de España ante la incertidumbre que plantea Pedro Sánchez con su iniciativa para derrocarle, y el presumible apoyo de los independentistas que ya se han apresurado a reclamar un seísmo territorial y la liberación de los presos del procés a cambio de sus votos. La indignación moral, ya se sabe, engendra muchas veces infamias, otras oculta que persigue un interés distinto del que dice perseguir.