Asistimos desde la presentación de la moción de censura por el líder socialista, Pedro Sánchez, a un bochornoso espectáculo político en nuestra piel de toro.

No es que no estemos ya suficientemente acostumbrados, pero lo que ocurre de un tiempo para acá supera todo lo imaginable en una democracia.

Nos gobierna un partido corrupto, según sentencia judicial, e incapaz además de reconocer su mínima responsabilidad en unos casos ya suficientemente probados.

Que busca convencernos de que son cosas del pasado como si no hubiera tenido nada que ver con ellas y no hubiese además entorpecido y retrasado deliberadamente la acción de la justicia.

Que ha negociado con los nacionalistas cada vez que le ha convenido para conquistar el poder o mantenerse en él, pero que acusa a cuantos tratan de hacer lo mismo de pactar con quienes sólo buscan «romper España».

Y que, después de que la justicia se haya pronunciado sin equívocos sobre la corrupción no sólo de muchos de sus ex dirigentes sino del partido como tal, sólo parece echar espuma por la boca.

Acusa ahora el PP a quienes intentan la caída de Mariano Rajoy por considerarle máximo responsable de lo ocurrido de ambicionar sólo el poder como si aquél no hubiera buscado nunca otra cosa.

Y amenazan sus dirigentes al país con las siete plagas de Egipto si es que la izquierda, con ayuda de los nacionalistas y los «terroristas», consiguen de modo tan torticero su objetivo.

Hablan sobre todo del peligro para la estabilidad que supone un relevo al frente del Gobierno como si la corrupción que corroe al PP no fuera una amenaza aún mayor para la democracia.

Y para completar el esperpento, tenemos una oposición de momento dividida, unos partidos que tratan de aprovechar la ocasión para conseguir ventajas electoralistas, anteponiendo a todo sus propios intereses.

Ahora que la división de poderes, aunque a trancas y barrancas, ha funcionado, la salida del PP de la Moncloa es un deber inapelable de la democracia.