Almería y Málaga son dos ciudades que tienen mucho en común: ambas se disputan el título de «menos andaluza de las capitales andaluzas» mientras miran al mar, ya que sendas cadenas montañosas les impiden volver el rostro hacia el valle del Guadalquivir. La vida portuaria a los pies de una alcazaba es lo que ha dado sentido a los últimos siglos de existencia de ambos lugares. También comparten otros rasgos menos edificantes: sus paisajes urbanos históricos respectivos han sufrido agresiones muy graves durante las últimas décadas, consecuencia de catastróficas políticas urbanísticas. Almería, a diferencia de Málaga, conserva intacta su plaza de la Constitución, que sigue presidida por el edificio del ayuntamiento, como una vez también lo estuvo aquí. Frente al balcón de alcaldía se alza una referencia simbólica a la resistencia a la tiranía, un monumento equivalente a nuestro obelisco a Torrijos; conmemora una expedición contra el gobierno absolutista de Fernando VII similar a la de nuestro héroe, llamada Pronunciamiento de los Coloraos, y que tuvo un desenlace parecido. Dicho monumento apodado pingurucho fue demolido durante el franquismo pero reconstruido en 1988.

Qué poderosa alegoría del poder civil en el ágora de la ciudad: los representantes del pueblo ven a través de su ventana un recordatorio de las libertades cívicas. Quizá este recordatorio haya incomodado a algún prócer almeriense y se ha propuesto su traslado a otro emplazamiento más descafeinado, con ocasión de la reforma de la plaza. En Málaga, el suelo donde se encuentra el obelisco de Torrijos es territorio francés, eso ha blindado el monumento frente a los avatares de la historia. Quizá los almerienses deberían invitar al embajador francés a que visite su bella ciudad.