Hubo en Europa un tiempo en el que la paz, la prosperidad, el saber y la inteligencia reinaron en esta parte del mundo, en la que entonces se agrupaban todas las grandes potencias del planeta. Lo recordamos como la Bella Época de Europa, la ´Belle Époque´. Tuvo sus comienzos en 1871 y saltó en mil pedazos en agosto de 1914. Con los primeros cañonazos de la que entonces llamaron la Gran Guerra, rebautizada después como la Primera Guerra Mundial. Apenas duró aquella bendición del cielo medio siglo. Por obra y gracia de la intermitente sed de autodestrucción de la especie, espoleada por los odios nacionalistas y las patologías del fanatismo ideológico. A partir de entonces Europa y más tarde el resto del mundo entrarían en una larga noche de la que creíamos haber podido salir.

Deseamos pensar que en estos tiempos no todo está teñido por el temor del retorno de los fascismos de uno y otro color. Y por ello nos debemos sentir reconfortados por el recuerdo de dos grandes europeos, protagonistas muy destacados de aquella Bella Época y cuyas huellas siguen teniendo una gran vitalidad. Nos permiten con su ejemplo el fortalecer nuestras esperanzas de que un mundo más amable e inteligente es posible: el británico Thomas Cook, creador del civilizado y casi milagroso fenómeno del turismo internacional y el belga Georges Nagelmackers. Este último fue el genio que hizo posible la primera versión de una Europa unida a través de sus espectaculares ´Wagons-lits´ - los coches-camas - uncidos a los grandes expresos europeos de la época. Una deslumbrante realidad, precursora de nuestra Europa Unida, que nos sigue fascinando y que la visión y la titánica capacidad de trabajo de Nagelmackers y otros hicieron posible, alumbrando una Europa eminentemente civilizada, en paz y sin fronteras.

Todo empezó el 14 de diciembre de 1867 cuando un joven Georges Nagelmackers y sus dos compañeros de viaje, el conde Berlaymont y su amigo de la infancia, Maurice Aubert, zarparon en el ´Scotia´ rumbo a los Estados Unidos de América. Allí conocerían y viajarían en los confortables y lujosos sleeping-cars o palace-cars, los coches-cama que desde hacía tres años recorrían las vías férreas más importantes de Norteamérica; feliz iniciativa del neoyorquino George M. Pullman.

Todo culminaría con la fundación en 1876 de una sociedad creada en Bruselas para «la explotación de los coches-camas en los ferrocarriles de Europa». El embrión de la que sería la mítica Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Como podemos ver en las antiguas fotos de aquellos elegantes vagones azul marino del Orient Express, esperando a sus viajeros en la estación de Estambul, el nombre de la empresa al final sería: Compañía Internacional de los Coches-Camas y de los Grandes Expresos Europeos.

También llegaron esos trenes legendarios a otro lejano extremo de la Europa meridional: Málaga. En la primavera de 1958 entré a trabajar en la sucursal de la mítica Wagons-Lits//Cook en la malagueñísima calle Strachan. Las dos empresas turísticas más importantes del mundo se habían fusionado, para la mayor gloria de la industria turística mundial. Aquel modestísimo joven malagueño fue inmensamente afortunado. Los dos primeros capítulos de mi vida de trabajo tuvieron unos marcos excepcionales: primero en el Hotel Santa Clara de George Langworthy en Torremolinos y después en la empresa que hicieron posible Thomas Cook y Georges Nagelmackers. Pero eso es ya otra historia.