Doctora, dígame: ¿hablo con acento extranjero?

-No.

-¿Me estoy volviendo rubio?

Carmen suspira y se revuelve inquieta en el sillón de la consulta de medicina general donde acostumbra a recetar analgésicos, antiinflamatorios o antidepresivos. Mira con curiosidad a quien le habla, un hombre de cuarenta años, estatura media, moreno, gafas de pasta, barba a la moda, camiseta negra con el lema «Disorder / Joy Division», pantalones Cheap Monday y zapatillas Vans. Lo que viene a ser un hipsterciense centrohistoricus de toda la vida, como los cataloga su amiga Laura, la correctora literaria. Busca el nombre del paciente en la ficha del ordenador. En casos así es bueno acercarse con empatía.

-No, Diego. Tu pelo y tu barba son tan negros como supongo que siempre lo han sido.

El tal Diego se acerca a ella por encima del escritorio. Muy bajo, le musita:

-Yo creo que lo están haciendo mediante una aplicación del móvil.

-¿Quién está haciendo qué?

Diego la observa entre decepcionado y angustiado. Carmen le mantiene la mirada, con una expresión deliberada que intenta transmitirle que puede confiar en ella. El hombre se deja caer en la silla, apaga su móvil de la manzanita y, finalmente, empieza a hablar:

-Trabajo desde hace cinco años como analista de sistemas para una empresa radicada en Londres. Hace cosa de tres años, decidí venirme a vivir a Málaga: estoy a pocas horas de mis jefes y de las principales capitales de Europa y puedo trabajar desde casa, irme a un concierto en Barcelona o Ámsterdam y el domingo por la tarde tomar un brunch de frutas, muesli, tosta con salmorejo y un café como Dios manda en el paseo marítimo. No soy de aquí, pero me encanta esta ciudad. Soy€ Bueno, creo que sigo siendo cordobés.

­­-Yo de Toledo. En esos conciertos, ¿tomas algo para animarte?

-Alguna que otra vez sí, pero lo quemo bailando. No pienso que se trate de eso.

-¿De qué va la cosa entonces?

Diego se vuelve a acercar y se pone la mano sobre la boca, como hacen los entrenadores de fútbol o baloncesto en la televisión para que los espectadores no sepan qué instrucciones están dando en ese momento. Sin querer, Carmen se siente observada por alguien.

-La cosa -dice Diego- empezó con la señora Puri.

-¿La señora Puri? -repite Carmen-, intentando reprimir la carcajada. Lo consigue.

-Sí. Doña Purificación Cortés, piso 2.º-A, en calle Fresca. Mi vecina de abajo. Llevaba viviendo en su piso desde hacía más de treinta años. Viuda, jubilada y apacible. Y un día, dejo de verla; ya no me saluda por las mañanas ni habla conmigo por el ojopatio. En su lugar, una extranjera joven; luego una pareja de finlandeses. A la semana siguiente, un grupo de inglesas.

-Ya.

-Poco a poco, los vecinos a los que veía todos los días desaparecen. El guitarrista heavy de Murcia, el director de banco divorciado, la pareja de argentinos. Todos se van, y en su lugar, rubios y rubias. Fríos, indiferentes. Cada semana cambian de cuerpo, se conoce que les gusta cambiar de funda. Y creo haber adivinado cómo lo hacen: se llevan a los otros en sus trolleys.

Carmen pestañea con rapidez, en un esfuerzo por asimilar la información recibida. Comienza a repasar en su mente la lista de antipsicóticos para recetarle alguno y derivarlo a salud mental. Mientras tanto, prosigue en tono conciliador:

-Son turistas, Diego. El boom del alquiler vacacional está cambiando el centro de las ciudades y los residentes de toda la vida se tienen que ir a barrios más baratos. Puedes luchar por cambiar eso, pero lo primero es aceptarlo. Verás, te vas a tomar estas pastillas que€

-No son turistas. Son invasores. Probablemente alienígenas. Ya han tomado Madrid, Barcelona, Palma de Mallorca. Y sé que saben que lo sé. Me queda poco tiempo.

-¿Y eso?

-Ayer soñé en alemán. Hoy me he escandalizado por lo alto que habla la gente. En dos, tres semanas, el proceso habrá terminado.

-Diego€

-Solo he venido a dejar constancia de la realidad. En la Policía y la Guardia Civil se han cachondeado de mí; esperaba más clarividencia en el sector sanitario y veo que no. Gracias por su tiempo.

Sin decir más y con cierto aire de resignación indiferente, sale de la consulta. Carmen se sorprende al notar como los movimientos de Diego son extraños, diríase que más europeos. Niega con la cabeza, ya se reirá de esto cuando se lo cuente a sus amistades. Se levanta para invitar a pasar a la siguiente persona a la consulta. Y en la sala de espera se encuentra con una docena de miradas azules, frías, que parecen no sentir ni padecer, como si tuvieran un objetivo diferente. Como si vinieran a buscarla.