Un chamán. Siempre pienso en él como un chamán. Concentrado, pulcro, el perfil de la cabeza despejada en blanco, indagatoria su mirada alrededor de la naturaleza. Una rama fragmentada por el viento y que en su caída adquiere una silueta distinta a la que tuvo; un alambre amputado de su escenario funcional, o víctima de una herramienta; la lengua del viento sobre la siesta de la arena; un charco de agua cuyo corazón hiere la luz de la tarde. Piedras, árboles, plantas, una lagartija que huye de su sombra borrándola en zigzag. Objetos que se agrietan, que se deshacen a solas. Cada uno le transmite a Paco Aguilar la imagen que tienen dentro, el mundo que podrían habitar. Su protagonismo o su relato dentro de una escultura de olivo o de roble. Y en la plancha donde traza con una aguja de acero las semillas de lo oculto, un poema del agua, fantasmas en el desierto, un nido, un fósil de libro, la última hoja cuando la luz se desmaya en otoño rojo. Grabados impresos en el tórculo donde lleva más de treinta años estampando el impulso alegórico, la experiencia personal de la realidad como entorno de lo extraño y del sueño. El acontecimiento sensible de escuchar la vida y expresarla a través de la imaginación como metamorfosis. ¿No ha de ser esto el propósito del arte? Así lo entendemos quienes defendemos que la creación y la cultura son una filosofía de interrogantes, la mirada zurda del extrañamiento que convierte lo cotidiano en maravilloso. En lo mismo coinciden aquellos que le han otorgado numerosos premios de prestigio, y decidieron que su obra cuelgue en paredes de Alemania, de Noruega, de Finlandia, de Taiwán, de Italia, Estados Unidos y China.

Hay días, con vistas a los encinares de Málaga y calor agazapado entre las formas redondeadas del verde, en los que el chamán no baja a Gravura, el taller que fundó hace 37 años con José Faria y por el que más de doscientas personas han pasado bajo su generosa maestría. Sus paredes albergan casi todo el año exposiciones de autor, de incipientes talentos individuales, y colectivas en las que nunca faltan los amigos hermanados en un juramento de tinta. Chema Lumbreras, Tete Vargas Machuca, Sebastián Navas, Enrique Brinkamn, Rafael Alvarado, Michele Lehman, Christian Bozon. Muchos otros, con mirada, pulso y mundo, cobijados en las carpetas del taller que custodian una riqueza de obras, de todos los estilos y precios, ideales para regalar arte en cualquier momento. Un detalle siempre con clase y que expresa la sensibilidad, el elegante y bonito gesto de personalizar un obsequio único. Él mismo, su mujer Marian Martin y su eficiente colaboradora Inma Carrasco, ofrecen ese presente cada año como felicitación de navidad.

Esas fechas en las que, igual que en esos días con los pies en la tierra o la cabeza muy lejos, Paco Aguilar se queda en la casa del campo, con música de fondo sonándole ecos de sus noches en El cantor de jazz o cuando nada de espaldas en el mar con la mirada bocarriba, explorando en la cueva del cielo el vínculo antropológico entre imagen, fuerza, memoria y muerte que luego vierte en sus microcosmos. Esos días le inspira a la madera, al metal o a los objetos, su diálogo con la libertad primitiva que le rodea. La percepción etnosemiótica con la que el chamán relaciona las raíces del inconsciente con el pensamiento, sus preocupaciones vitales y su mágica omnisciencia de cazador, en un instante, de lo inaprensible y lo huidizo. Algunas de sus últimas piezas conseguidas pueden verse en La Escuela de San Telmo de la que fue alumno.

La soledad es el hábitat habitual del artista. Pero si uno sabe no molestar su trance, es un placer observar de cerca su destreza creativa. Cómo lo que ve en su mente, unos segundos después lo escribe a buril su mano sobre la textura del cobre en blanco. Contemplar el tempus con el que imprime la piel de un papel de Velin de Arches o de un Hahnemühle alemán, y destapa, tras un instante de ángel y con la ternura de dos yemas en pinza, la huella inversa entre dos áreas. Una labor de años y reconocimientos que realiza igual que si se tratase de su primera delicadeza, en guardia la inteligente sonrisa, en los ojos y en los labios cuya esquina siempre sujeta una pava de ceniza de Cutters choice. Es lo único que ha cambiado en los treinta años que conozco a este fabuloso artista, además del color de su cabello. El humo del tabaco emboquillado que ahora lía para que le dure el tiempo que transcurre entre lo que crea y lo que ejecuta. Despacio, convencido, optimista, sencillo, incapaz de estar en silencio a pesar de que lo está escuchando todo, mientras crea los universos coreográficos de sus animales cercanos al misterio simbólico de los de Gaudí; la elocuencia del vacío y del ritmo de los grafismos; las fronteras del espacio y sus formas trapezoidales; la huella y aura de la atmósfera ingrávida o vibratoria del paisaje que construye como una arquitectura, y un lugar encantado.

Lo demás no importa, aunque sí. Porque si se acaba la cerveza en una inauguración de Gravura rápidamente la repone, pendiente anfitrión de lo celebrado. Lo mismo que si alguien entra en el taller y le pregunta, enseguida deja su proyecto y le responde de manera didáctica, o lo introduce incluso en la duda que en ese momento se está planteando ante su obra, y aprovecha para demandarle una luz de su mirada. En esos momentos y en los que he apreciado a su hombro su acto de crear, pienso siempre en el filósofo Giorgio Agamben, autor de libros maravillosos como Lo abierto: el hombre y el animal, y Gusto, cuando dice que lo que más le interesa es qué hace el hombre cuando imagina, y cómo se desencadena ese proceso.

Paco Aguilar nunca responderá. Tampoco el chamán. Ambos, el mismo, dirán que lo hagan sus poemas tallados en esculturas, sus narraciones transfiguradas en grabados, las historias reconstruidas en el escenario plástico de un cuadro o contados desde lo visual. Sus criaturas de una fauna entre el realismo mágico, la expresión gestual, el universo onírico del surrealismo, el vínculo entre lo ritual y la polisemia de significados de sus ideogramas. Diferentes maneras de responder a cómo, por qué, de qué manera, juega con la realidad y las ficciones y sus piezas proponen nuevos registros y modulaciones. El hechizo de lo que sucede entre la metamorfosis y la dimensión estética de lo insólito.

No hay nada que no sea arcilla más que lienzo para quién siempre busca crear más allá. A Paco Aguilar no le interesa reproducir ni documentar el orden previsible de las cosas. Su mirada prefiere acceder a los sedimentos culturales y a su transgresión. Y desde la libertad de una mirada no reglada, utópica y a la vez primigenia, usar la imaginación creativa como una conciencia mágica desde la que descubrir lo insospechado, lo inaprensible de lo real. Su visión, al igual que su lenguaje y su escucha sensorial frente al mundo, abre espacios internos en esa realidad de lo común y nos propone -da igual la técnica, el soporte o la herramienta, entre todas las que colecciona- la fábula de una aventura en terra incógnita. Sólo nos exige un ojo libre de certezas, atrevido con la taumaturgia del símbolo en su esencia y en su libido, con el descubrimiento de otra realidad perfectamente verosímil y posible.

Ante su obra nadie es inmune. Ningún ojo busca reconocerse en la representación. Lo que importa es entrar en la travesía del lenguaje con el que revela y genera otros universos; otros significados sobre la convivencia social, las coordenadas de la memoria. Las fronteras, los arquetipos, el origen de la pertenencia, el pensamiento mítico, nuestra conexión con la naturaleza y sus enigmas. Una comunicación poética con la que nos transmite la importancia de la mirada estética y de hacer visible lo invisible.

Qué bien lo hace Paco Aguilar. A conciencia y placer su arte entre lo real, lo simbólico, lo imaginario. Las raíces del árbol del chamán, espigador de sueños.