La reunión este fin de semana en Canadá del grupo de países democráticos más ricos del mundo, conocido como G-7, ha puesto una vez más de relieve el desencuentro que el presidente Donald Trump ha creado entre los Estados Unidos y quiénes deberían ser sus aliados naturales y que de hecho lo han sido hasta hace muy poco. Y que si dejan de serlo no será por su culpa sino por las políticas erráticas, prepotentes, agresivas y carentes de formas del actual inquilino de la Casa Blanca.

El G-7 lo componen el Reino Unido, Alemania, Italia, Francia, Japón, Canadá y los EEUU. La España de Aznar hizo un envite para entrar antes de la crisis y cuando nuestro presidente estaba a partir un piñón con George W. Bush, que hasta le dejaba poner los pies sobre la mesa mientras se fumaba un puro. Bush no veía mal nuestro ingreso en ese selecto club pero las (pocas) posibilidades que tenía nuestra pretensión acabó con la llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa y la retirada de las tropas españolas de Irak. El caso es que los ánimos estaban ya bastante tensos ya antes de comenzar la reunión de Quebec el pasado viernes por las recientes decisiones de los EEUU de retirarse unilateralmente del Acuerdo de París sobre el Clima, lo que empeorará el problema; del Acuerdo Nuclear con Irán, algo que contribuirá a hacer un Oriente Medio aún más inestable; o imponer a europeos y canadienses tarifas arancelarias del 10% para sus importaciones de aluminio y del 25% para el acero, lo que ha motivado medidas de represalia y una protesta ante la Organización Mundial de Comercio. Y peor aún será cuando Washington pretenda imponer sanciones a las empresas europeas que inviertan o comercien con Irán, como hace unos días advirtió en Alemania el embajador norteamericano Grenell cuando apenas acababa de tomar posesión de su puesto con evidente falta de modales y de oficio. Le ha contestado un tenso Wolfgang Ischinger, quizás el diplomático alemán más prestigioso, diciendo que los alemanes agradecen opiniones pero que les molestan las instrucciones.

Y antes de llegar a la cita en Canadá Trump les hizo otro feo a sus colegas al advertirles que no se quedaría al segundo día de la reunión y que cogería un avión el sábado 9 por la mañana porque se iba a Singapur donde tenía previsto encontrarse con el líder norcoreano Kim Jong-un el martes 12 de junio. Si quisiera, tenía tiempo de sobra para todo.

No contento con todo lo anterior y antes de llegar a Quebec, Trump ha hecho unas declaraciones diciendo que Rusia debería reincorporarse al G-7 y convertirlo así de nuevo en un G-8. Aquí hay problemas de forma y de fondo. De forma porque una cosa así se habla antes con los aliados en voz baja para saber qué opinan y aquí Trump de ha comportado una vez más como el imperio al que le tienen sin cuidado lo que los demás piensen. Y también problemas de fondo porque Rusia fue admitida en el grupo en 1994 cuando dejo de ser Unión Soviética y comunista, pero fue expulsada en 2014 cuando Putin invadió y luego anexionó la península de Crimea, donde hoy sigue sin que se vislumbre en el horizonte la más remota posibilidad de que un día la vaya a abandonar. Por esa misma razón la Unión Europea ha impuesto sanciones a Moscú que van desde no dar visados o congelar activos financieros de personas involucradas en la operación, hasta prohibición de invertir o importar artículos procedentes de Crimea o exportar material militar Rusia. La sugerencia de Trump de admitir a Rusia en el G-8 mientras sigue ocupando Crimea y desestabilizando el este de Ucrania es un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea que debe prorrogar las sanciones cada seis meses y donde las diferencias de opinión al respecto entre los estados europeos son cada día más evidentes. La más reciente la ha expresado el nuevo primer ministro de Italia, Giuseppe Conte, cuando se ha manifestado a favor de levantarlas y estrechar las relaciones con Moscú. La decisión de Trump echará aceite al fuego de este debate y no cabe excluir que esa sea su intención secreta pues es conocida su aversión por la UE.

Lo que no está clara es esta simpatía de Trump por Rusia, que no ha parado de darle disgustos desde su investidura. Es un entusiasmo extraño que suscita muchas cábalas en los mentideros de Washington.

Supongo que Putin está dando saltos de alegría. No tanto porque le vayan a dejar sentarse en el club de los más ricos, que es su ambición como un paso más para devolver a Rusia el peso y la influencia global que tuvo un día la URSS, algo que excita la vena nacionalista en Rusia y le rinde buenos resultados electorales, ni tampoco porque los europeos vayan a levantar ya las sanciones que pesan sobre su país. No. La alegría de Putin es ver cómo se desmorona la sólida alianza occidental que ha permitido a los EEUU dominar el mundo desde 1945 y que ahora Donald Trump está tirando por la borda. Otro que supongo que está encantado en Xi Jinping, convertido por obra y gracia del presidente norteamericano en el gran adalid del libre comercio en el mundo. Vivir para ver.