Mi mujer está con síndrome de abstinencia. El lunes terminó la feria de Marbella en honor a nuestro patrón, San Bernabé, y este año ha faltado la atracción de las carreras de camellos. La gente espera la feria como agua de mayo para retomar los clásicos o enfrentarse a sus temores. Los hay que por fin aceptan el reto de la montaña rusa para vencer ese miedo insuperable, tampoco faltan quienes la visitan por imperativo legal, esto es, para montar a los niños en los cacharritos, pero los mejores son los que van al ferial para volver de nuevo a la infancia. En el caso de Marbella esto implica comer pinchitos en la cariñosamente conocida como barra del moro pestoso, tirar de la cuerda, pescar patos, lanzar herraduras, pararse en el puesto del pulpo a la brasa, degustar los aceitosos placeres de Hamburguesas Uranga o, cómo no, en el caso de mi señora, participar en las carreras de camellos.

Mi mujer es la campeona absoluta. Gracias a ella tengo en mi casa dos básculas, una tostadora, un juego de té, tres enormes Minions de fieltro, otras tantas fuentes para ensalada y un robot intergaláctico al que le falta un brazo. Mozingor Z ponía en la caja. Eso sólo de la última vez. Ella llega a la feria y parece que desde la portada, entre todo el ruido, distingue nítidamente a kilómetros el soniquete aguardentoso del dueño: Que empieza la carrera, quedan dos puestos libres. Empezamos carrera de prueba. Vayan calentando, que empieza la carrera. Qué buenos los camellitos, qué ricos los camellitos.

Ella escucha esa voz y entra en trance, ya no conoce a nadie. Se pone en modo competición y se abre paso entre los niños hasta alcanzar un puesto de juego. El dueño ya la tiene calada de años anteriores. Se saludan con la mirada, levantando la barbilla de refilón, desafiantes, pero ella no se amedrenta. Ve eligiendo regalo, me dice. Yo, que ya la conozco, no hablo, no me muevo, no respiro. Me limito a quedarme a su lado y abrir hueco para el saco de premios. Es apuesta segura. Como cuando el urbanismo malagueño abre diez mil expedientes sancionadores y el tuyo es uno de los veinte terminados. Como la tómbola que siempre toca, si no un pito, una pelota. Una partida tras otra el resultado se repite, el dueño se impacienta y empiezan las indirectas por megafonía: a lo mejor la señora rubia del puesto siete tiene hambre y quiere volver luego. Sólo le falta invitarla a cenar con tal de que se vaya. Los niños se desesperan, los padres se quejan. Abusona, se oye de fondo entre el gentío.

Pero este año se ha quedado con las ganas, los camellos no han venido, lo que engrosa la larga lista de singularidades de la feria de Marbella, como celebrar la fiesta de día en el centro y situar el recinto de noche en un descampado casi inaccesible, a las afueras de las afueras. Un páramo desolado, lejano, nada apetecible. Buena fe de ello dan los solitarios feriantes por la ausencia de disfrutones. O como representar con exquisito rigor histórico la visita de Fernando el Católico a la ciudad, precedida de un séquito perfectamente pertrechado y la exhibición de un pendón envidiable para, acto seguido, iniciar un pasacalles de gigantes y cabezudos con los Reyes Católicos, los Picapiedra, los Tres Cerditos y Shin-Chan. Shin-Chan con sus padres, que es aún más lamentable y delictivo, como bien puntualizaría mi buen amigo El Trotamundos, Pepe Arranz.

En algún momento alguien se pasó el criterio por donde amargan los pepinos. Y es que así es Marbella, capaz de lo mejor y de lo peor. Una mezcla de gente de siempre con visitantes de nunca, ciudad de tradiciones e innovaciones, y la feria nos mezcla a todos sin distinción, bajo el capricho de alguien sin capacidad de discernimiento.

Por mí como si trasladan el recinto al Palacio de Congresos, como si escogen El anillo pa' cuándo para himno del pueblo, como si cambian el nombre del patrón o pasan la feria a noviembre. Pero hay una cosa que no permito, algo por lo que no paso, que dejen a mi mujer sin carreras de camellos. Que en marzo se rompió la tostadora y llevo tres meses esperando a la feria para volver a desayunar como Dios manda.