No llegas. A las dos sale el niño de la escuela. Vienes de la notaría. Ya viniste ayer de la notaría. Es como si siempre vinieras de la notaría. Llevas, aún caliente, la escritura de aceptación pública de herencia que tienes que llevar al registro de la propiedad, en calle Cerrojo, pero antes te tienes que pasar para que la sellen por la delegación de Hacienda de la Junta de Andalucía en Málaga, donde ya estuviste cuando murió tu padre, donde ya estuviste cuando murió tu madre, para formalizar la exención del impuesto de Sucesiones por tan poca cosa, su viejo piso y su vieja cuenta en la caja de ahorros donde no había más que lo justo para pagar el agua y el gas y la luz y el teléfono (todavía me acuerdo del teléfono de la casa donde crecimos, la casa de mis padres que ahora vamos a vender, 952 31 7€)

No llegas. Entras, sin atropellar a nadie, pero de manera atropellada, en el aparcamiento público que hay en la calle Compositor Lehmberg Ruiz. Aparcas. Hoy, mientras te desvives, vives en los aparcamientos. Es casi la una del mediodía, la delegación la cierran a las dos. Llevas tantos papeles que ya no sabrías decir si eran los que traías o han criado en las carpetas. Entras en el edificio, pasas el escáner, preguntas. Para sellar esto. Aquí no es. Esto también es un edificio de la Junta, pero no Hacienda. Sales. Caminas. Entras en otro edificio. Pasas el escáner. La cola para la mesa de información es notoria. Al pensar notoria te viene a la cabeza notario.

Observas a los funcionarios que trabajan. En un larguísimo mostrador de mármol, una mujer con cara de buena se queda sin nadie en ese momento. Me acerco con la cara del burro de Schrek cuando suplica algo. Perdone que le robe su tiempo, verá. Usted podría€

Inma te ayuda. Se llama Inma. Pero nada va ser tan fácil ni, sobre todo, va a ser tan rápido. Espera un momento que consulte algo. La ves alejarse hacia el fondo del largo mostrador. Te angustia, quizá no vuelva. Vuelve. Y no lo hace sola. María viene con ella. Se llama María. Vamos a ver, esto lo tienes que hacer todo de nuevo. Dos modelos más 650 y dos más 660 y lo rellenáis tranquilamente y me lo traes cuando lo tengas. Qué. Te lo repite como si os estuviera grabando Harold Ramis en la segunda parte de Atrapado en el tiempo. Tengo que hacerlo hoy, le explicas. Jamás habías oído el tic tac del reloj de tu muñeca hasta ese momento. Ve al estanco. Vas. Vuelves. Otra vez el escáner. A María le ayuda Jesús -se llama Jesús-, cuando os ve rellenando papeles como almas castigadas a escribir quinientas copias por no haber hecho los deberes a tiempo. Con los deneis sobre el mostrador de tus pobres padres, un poco vivos de nuevo, esas punzadas que te los recuerdan, imprimen las etiquetas identificativas con ayuda del ordenador y todo se agiliza. Escribes mensaje a tu hermano para que recoja a tu hijo.

Son más de las dos. Las puertas están cerradas. Piensas en la etiqueta, a veces justificada y tantas no, de que los funcionarios son una acomodada extensión de su terminal que no empatiza con quienes llegan necesitados de su gestión.

-Dígame la verdad, María, esto lo harían con otra persona que no conocieran:

-Todos los días. Siempre que me traten con educación. Intentamos ayudar. Además, yo no sabía en qué trabajaba usted ni que fuese nadie cuando hemos empezado el papeleo€

Y no somos nadie, piensas una vez más. Das besos y te vas al registro con los papeles sellados y una dosis menos de soledad. Allí cierran a las cinco. Sí llegas.