La sentencia del Tribunal Supremo por la que se condena a Iñaki Urdangarin a cinco años y diez meses de prisión ha sido saludada en los medios con el habitual elogio a la solidez de nuestras instituciones y a la independencia de los jueces. De esta última suele dudarse porque hay una potente corriente de opinión que desconfía de que a los poderosos no se les aplique la misma vara de medir que a los desheredados de la fortuna. La realidad, no obstante, desmiente la suspicacia. Desde los primeros años de la Transición de la Dictadura a la Monarquía parlamentaria han sido juzgados y condenados a penas de prisión (algunas muy largas) generales del Ejército y militares de alta graduación, clérigos importantes, poderosos banqueros, empresarios, ministros, diputados, senadores, políticos, sindicalistas y un largo etcétera de personajes públicos, incluidos en el lote, toreros, deportistas y estrellas de la canción española. Y tampoco faltan en la lista algunos miembros de la judicatura para completar el cuadro. No es necesario dar nombres porque la relación de procesados y condenados se haría interminable y no es este el lugar apropiado para ello. Por supuesto no todos los que han delinquido estos años tuvieron que rendir cuentas ante la Justicia porque la falta de medios personales y materiales frustró no pocas investigaciones y algunos sinvergüenzas pudieron escapar del castigo que seguramente merecían. Pero sí hubo las suficientes actuaciones válidas como para rechazar la tesis de una judicatura atada de pies y manos a los intereses de lo que el señor Iglesias denomina la ´casta´. Y de existir algún tipo de atadura yo me inclino a creer (y no soy el único) que responde más bien a la mentalidad conservadora de una mayoría de los encargados de aplicar la Ley. Aquí, y en otras partes del mundo. Por lo que respecta a la sentencia del caso Noós, es obvio que el Tribunal Supremo se limitó a confirmar, con ligeras correcciones, el fallo anterior del Tribunal Superior de Justicia de Palma de Mallorca y ahora solo cabe esperar si aceptará o no el recurso ante el Tribunal Constitucional como pretexto para demorar el ingreso en prisión de los condenados. En cuanto al marido de la infanta Cristina, cabe sospechar que pasará del discreto ambiente de su refugio en Suiza a ocupar nuevamente las portadas de las revistas del corazón y habrá una carrera en pelo entre los fotógrafos para ver quién obtiene las primeras imágenes de su ingreso en prisión y, pasado un tiempo, de las visitas de su esposa para disfrutar el ´vis a vis reglamentario´. Una expectación perfectamente justificable, porque nunca antes de ahora un miembro de la realeza española entra en la cárcel por sentencia judicial. Al margen de los aspectos penales del caso, todavía llama la atención cómo un muchacho que tenía la vida bien resuelta pudo caer en la tentación de hacer todavía más dinero prestando su imagen como señuelo de contrataciones injustificables con dinero público. Claro que todavía merecen más reproche las autoridades civiles que se brindaron al juego llevados por la obsequiosidad y el servilismo. Con haberse negado a ello, que era su obligación, nada de esto hubiera pasado.