La incesante llegada a Europa de miles de seres humanos que tratan de escapar de la miseria, la represión o de la guerra ha devenido uno de los más graves desafíos para el continente.
Tiene por desgracia la cuestión migratoria un enorme potencial de división y no sólo entre unos países y otros, sino también entre los propios partidos, en el seno de éstos y, por supuesto, entre la población en general.
Hemos visto una vez más aflorar esa división con motivo de la negativa del nuevo Gobierno de Roma a acoger en su territorio la carga humana que transportaba un barco de una ONG no italiana.
Por fortuna para los desesperados migrantes y sus voluntarios rescatadores, el nuevo Gobierno español, pilotado por el socialista Pedro Sánchez, ofreció acogerlos en el puerto de Valencia.
Lo que le valió inmediatamente las críticas de algunos dirigentes del PP, resentidos por la pérdida del Gobierno e incapaces del mínimo gesto de generosidad.
La negativa del ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, de la xenófoba Lega, a dar asilo a los 630 migrantes del Aquarius, entre los que hay mujeres embarazadas y niños, fue también duramente criticada por Francia.
El presidente Emmanuel Macron calificó la postura del Gobierno italiano de «cínica a irresponsable», acusación que no quiso dejar pasar el segundo: los franceses, dijo Salvini, no eran quiénes para darles lecciones.
Y cinismo por cinismo, es totalmente cierto: quien esté libre de pecado en ese asunto que arroje, como dice la Biblia, la primera piedra.
En Alemania, país que sigue con expectación esa polémica mediterránea, el tema de la inmigración ha creado también fuertes tensiones entre la Unión Cristianodemócrata de la canciller Angela Merkel y su partido hermano, la CSU bávara.
El ministro federal del Interior, Horst Seehofer, de la CSU, pretende que Alemania rechace en la misma frontera a cualquier inmigrante que haya registrado antes una solicitud de asilo en otro país de la UE.
Seehofer cuenta con el tácito apoyo del canciller federal austriaco Sebastian Kurz, quien aplaudió en su día el cierre de la ruta de los Balcanes, medida radical que creó un gravísimo problema en algunas fronteras y especialmente en Grecia.
El problema inmigratorio divide no sólo a los partidos de la Gran Coalición alemana, sino también al grupo más a la izquierda del espectro político, Die Linke, uno de cuyos sectores, el encabezado por su política más conocida, Sahra Wagenknecht, es partidaria de poner límites a la inmigración de tipo económico.
Pero el sector mayoritario de ese partido, encabezado por Katja Kipping, es por el contrario favorable a abrir las fronteras a cuantos huyen de sus países y acusa a la primera de hacerle el juego a la xenófoba Alternativa por Alemania.
Ante la negativa de los países de la Europa del Este a aceptar cualquier cuota de inmigrantes, Berlín estudia la posibilidad de acuerdos puntuales entre algunos socios para aligerar la presión que sufren los más directamente afectados, como Grecia o Italia.
El canciller Kurz, al frente de un Gobierno con un fuerte componente xenófobo, quiere convertir el trato a la inmigración en uno de los asuntos centrales de la presidencia austriaca de la UE, que comienza el 1 de julio.
Con tanto egoísmo e insolidaridad por parte de todos, no va a tenerlo fácil.