Hay días en los que una se encuentra ante tesituras complejísimas, dilemas llenos de matices y claroscuros. Por ejemplo, en la última semana, hemos tenido que escoger entre dejar morir de hambre y sed a más de 600 personas en el mar o darles cobijo en plan buenista. Una elección difícil, ¿eh? De un lado tienes los Derechos Humanos; de otra, la omisión de socorro€cuesta posicionarse. ¿Rescatar a un centenar de menores que huyen de la violencia, la miseria y el horror o seguir llenando de cadáveres esa fosa común apodada mar Mediterráneo?

No nos dejemos engañar por los espejismos de la opinión, cuando hablamos de una emergencia como la del Aquarius no hay nada que discutir: salvar vidas no puede ser una cuestión debatible. Tampoco un capricho. Se hace porque se debe hacer. Punto. Sin peros, sin ´es que´. Se hace porque lo contrario sería de una bajeza moral que no nos podemos permitir. Eso sí, una vez evitada la tragedia, es obvio que necesitamos una acción coordinada a nivel europeo, resulta inadmisible que se mercadee con la existencia de esas gentes como si de una rifa perversa se tratara. «Yo no quiero el barco», «Ay, a mí tampoco me va bien quedármelo», «Vale, pues me toca a mí esta vez, a ver a la próxima€». No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que aquí la UE está fallando de manera sideral. Al fin y al cabo, esta nave no supone una excepción: desde hace años son constantes los naufragios de embarcaciones en las que nuestros congéneres huyen de una realidad más estremecedora que la posibilidad de morir ahogados en alta mar.

Es cierto que la postura del inefable ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, ha sido repugnante, pero conviene recordar que durante años Italia se ha encargado de atender a los solicitantes de asilo que llegaban a sus costas sin apenas ayuda de Bruselas. Ahí no nos daban tanta pena los refugiados. Al final, el abandono de las instituciones comunitarias ha propiciado un caldo de cultivo estupendo para que afloren los discursos de la extrema derecha. Y, aunque finjamos olvidarlo, sabemos bien qué sucede en nuestro continente cuando los ultras racistas y xenófobos tocan poder.

De acuerdo, España, por una vez, ha decidido no dar vergüenza ajena, hasta hemos logrado ser un ejemplo de algo parecido a la dignidad (la novedad siempre sorprende), pero triunfalismos con este temita los justos, que aquí están bien vigentes los CIE, esos horripilantes espacios de encarcelamiento y deportación que deberían llevar mucho tiempo convertidos en una ignominia del pasado. También somos expertos en concertinas, las cuchillas ubicadas en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla que desgarran la carne de quienes buscan un futuro mejor (ojalá Grande-Marlaska cumpla su promesa de retirarlas). Y podríamos ganar algún galardón internacional por nuestra indiferencia ante las pateras que transportan vidas por el estrecho de Gibraltar. O por la brutalidad despiadada con la que se operó en Tarajal. Quizás estos días nos creamos los emperadores intergalácticos de la solidaridad, pero no estamos para ir dando lecciones. En fin, de momento, ese buenismo que tanto se critica ha logrado que 630 personas escapen del más fatal de los destinos. Esperamos que el episodio se convierta en un punto de inflexión. Por algún sitio hay que empezar.