Moussa es un portento de la naturaleza, una estatua de ébano cincelada en Senegal con el paso de los años, moldeada por las carencias de la infancia y el sobresfuerzo de la juventud. Es alto, muy alto, y se distingue de sus compañeros a distancia. Moussa se embarcó en esta aventura con ilusión, dejando atrás a la familia para unirse a otros compatriotas e intentar cumplir un sueño. Hoy vive mucho mejor que antes, pero si todo sale bien dejará de luchar con nigerianos, sudaneses o marroquíes para buscar su lugar entre alemanes, franceses o españoles. Su hermano Badou, en cambio, no tuvo esa suerte. Hace tiempo que le perdieron la pista en su peregrinar por el norte de Mali, a medio camino de una vida mejor.

Moussa fue elegido entre muchos. Su gente ha depositado sus esperanzas en él, y él lo sabe, lo tiene muy presente, no lo olvida. Cómo olvidar el hambre y la incultura que reinan en su país. Allí, en Senegal, las creencias están tan arraigadas como alejadas de la heterodoxia europea, ensalzando por encima de todo la figura del marabú, una mezcla mágica entre ser elegido por su Dios y un universo mental que le concede poderes sobrenaturales. Moussa cree con firme devoción. Es lo que ha vivido, lo que ha respetado como ya hicieran sus padres y sus ancestros antes que ellos. Moussa es el fruto de todo eso y, hoy, tiene la opción de cambiar su suerte, su destino.

Lógicamente no ha viajado solo. Va acompañado de otros paisanos que le igualan en destreza y decisión. Cada uno con su anhelo, con su motivación, pero todos con un fin común, una ambición compartida, para lo que se llevan preparando toda la vida: dejar bien alta su bandera y que su nombre resuene para que los periodistas se hagan eco de su perfil, y con ello facilitar su futuro y, donde lleguen, puedan asentarse con sus costumbres, sus tradiciones, su idiosincrasia.

Hoy es el día. Moussa está muy cansado, casi exhausto, pero da todo lo que tiene, no se deja nada. Por fin aparece su oportunidad. El balón se eleva en parábola perfecta, su defensor tropieza y Moussa queda sin marca frente al portero polaco, perfilando una volea a espera de impactar con el esférico. El estadio moscovita enmudece, y el golpeo es perfecto. El balón cruza la línea y no hay duda que valga. Un golazo. Miles de flashes se disparan, su nombre aparece sobreimpresionado en millones de televisores a lo largo y ancho del mundo. Su imagen, abrazado a los demás jugadores, es celebrada en Senegal como si no hubiera un mañana. Moussa lo ha conseguido. Su dorsal ya está apuntado en las tablets de los grandes equipos europeos.

Quedan cinco minutos para que termine el partido. Moussa vuelve a su sitio y piensa en los suyos. Ya está como loco por hablar con ellos. Lejos de allí, a esa misma hora, apartado de cualquier mirada, en absoluta soledad, el cadáver de Badou flota inerme en un rebalaje andaluz, con la cara irreconocible, hinchada por el agua, carcomida por la fauna de la zona. No era un deportista como su hermano, no viajaba en el Aquarius, ningún político le esperaba, el Padre Ángel tampoco. Sólo es uno de los miles que cada mes llegan a nuestras costas, uno de tantos que se pierden por el camino o, con mucha suerte, acaban de mantero a las órdenes de una mafia, arrastrando su sino por nuestros barrios, esquivando la tristeza como pueden.

El mundo mira la televisión y centra su atención en Rusia. El mundo mira la televisión y da la espalda al Mediterráneo. Moussa es noticia hoy en todo el mundo. Mañana, el mundo, seguirá sin noticias de Badou.