Mañana el verano plantará sus reales en nuestros ritmos circadianos. A las 12h07 hora local, dicen. En cualquier momento a partir de mañana se nos olvidará que un día, no hace tanto, gritábamos ateridos, ¡¿cuándo se irá este frío, joder...?! Las estaciones, incluso en latitudes en las que la primavera y el otoño parecen estar desapareciendo, vienen a recordarnos la fragilidad de nuestra memoria cuando es nuestro cerebro primario el que tiene frío o calor.

Hasta mitad de verano, el invierno es un olvido, después un hito, un anhelo..., y viceversa. Decía Camus que en las profundidades de sus inviernos aprendió que en su interior habitaban veranos invencibles. Yo, hoy, con permiso de don Albert, me atrevo a añadirle ´y viceversa´. Seguro que el maestro lo aprobaría si estuviera aquí.

Si letífica es la llegada del invierno porque nos abriga de la ardentía y del ahogo del estío, más letífico es el verano porque nos despelota de la tiritera y de la escarcha. En el fondo es como si nuestro cerebro reptil aspirara permanentemente a inviernos cálidos y/o veranos frescos. Aunque quizá no, quizá solo se trate del deporte universal de llevarle la contraria a todo. Hasta a la naturaleza y sus ciclos en este caso.

Andaba ayer en una noble taberna, dando cuenta de un pluscafé mimado en la mismísima barrica, la auténtica, que mimó todos los pluscafé que consumió a diario Napoleón III, el que fuera, primero, presidente de la segunda república y, después, emperador de Francia. Añejísimo aquel espirituoso; mucho más añado que el que gastaba Sa Majesté impériale, aunque, obviamente, no lo suficiente para haber coincidido en la barrica imperial con el suyo. En una mesa contigua, un señor ojienjuto, quizá por una sordera total de corazón que le impedía lagrimear de emoción, trataba de consolar a dos venustas damas de lágrimas oradoras. Ya lo dijo Lope «no hay palabras más elocuentes que las lágrimas».

--¡No lloréis, que el verano aún no ha llegado...! --reconvenía el señor ojienjuto a las damas por su anticipado lloro emocional veraniego.

--¡Cómo no voy a llorar de alegría saludando al verano! --respondió la más joven de ellas con voz apianada.

--Cada verano es un amante extraño, un desconocido al que esperas desde siempre --añadió la otra dama, con voz envuelta en esperanza.

Ambas damas eran rubias, de un rubio con pedigrí noruego, diría yo. Y aunque estábamos en Bruselas llamaba la atención el acento de sus lágrimas, que tenía más abolengo malacitano que oslense. Ambas dominaban las lágrimas malacitanas como solo los que plañen con soltura malagueña saben hacerlo. Llorar en malagueño es un arte al alcance de pocos. Me alegró sobremanera escuchar el mensaje de unas auténticas lágrimas de Málaga a 2.100 Km de distancia de aquella Farola nuestra, que si no lo remediamos acabará engullida por la fría sombra de un torpe gigante mastodóntico tan mal parido en su idea como en su intención espuria y sibilina.

Aquellas lágrimas malacitanas de bienvenida a un verano aún por nacer, me secuestraron hasta el punto de actuar a modo de un espejo que me bisbiseó al oído esa desmedida filia veraniega nuestra, la de los implicados en el desarrollo de nuestros destinos turísticos, cuyo mal planeamiento tanto tiene que ver con el hecho estacional que terminará suicidándonos cama a cama.

Secuestrado como estaba acepté el tercer pluscafé que me ofreció el propietario del local, un noble de sangre, enamorado de las formas, gran custodio de la estirpe familiar y del secreto de su armagnac des ancêtres, de producción familiar privada desde hace más de trescientos años, con el que me obsequiaba otra vez.

Aquel inimitable filtro alcohólico actúo de nuevo y vino a recordarme al general Bonaparte en su campaña de Egipto cuando arengando a sus tropas a los pies de las Pirámides, sentenció: «du haut de ces pyramides quarante siècles nous contemplent», así que con cada pluscafé de ayer me dediqué la misma autoarenga: «ante mí ciento un años de edad me contemplan...». Tal es la edad del añejado armañac de los antepasados del bondadoso noble propietario tabernero que me premia con su amistad y que cada vez me homenajea con su nobilísimo espirituoso.

Feliz verano, generoso lector. Tome nota: más vale verano en mano que ciento soñando... Vívalo y disfrútelo como si no hubiera un mañana, que no hay dos veranos iguales.

¡Salud!